Israel en guerra, el factor religioso

No es nuevo que desde la fundación del Estado de Israel en 1948 siempre ha habido, de un modo u otro, un enconado conflicto con Palestina. No obstante, el último ataque sufrido en la Franja de Gaza fue a una escala mucho mayor que los enfrentamientos anteriores (exacerbado por esta era del espectáculo, por imágenes en tiempo real de tomas de rehenes, asesinatos a civiles y profanación de cadáveres). Estos ataques que amenazan con extenderse a una guerra regional pueden ser analizados desde muchos costados. Sin embargo, el tener en cuenta el factor religioso nos será de gran ayuda para entender las bases míticas de la situación.

Incuestionablemente como siempre sucede hay un componente de orden político. No podemos soslayarlo. Pero los motivos de fondo, como mencionábamos, son de un estrato mucho más profundo. Las creencias no solo se arraigan en la mente, constituyéndose en verdaderas prisiones del alma, sino son además fuertemente emocionales y, por lo tanto, irracionales. Esto dificulta (por no decir, hace casi imposible) cualquier proceso de paz. Porque el fanatismo religioso es estático estando mucho más enraizado que cualquier otra ideología secular.

Para comprender el alcance de lo que decimos hagamos un poco de historia. Recordemos que el Antiguo Testamento (Tanaj) fue puesto por escrito más o menos para el siglo V a. C. cuando los judíos estaban bajo la dominación medopersa. Allí compilaron sus tradiciones ancestrales, acerca de la promesa que su Dios Yahvé les hizo a sus antepasados de que esa tierra que “mana leche y miel” sería su propiedad, su herencia divina.

Recién bajo la dominación romana la cosa dio un giro inesperado. En el año 135 d. C. el Emperador Adriano hizo una matanza de los habitantes de Judea y, para erradicarlos definitivamente, la repobló con indígenas preislámicos que merodeaban la zona. A estos nuevos habitantes lo llamó “palestinos”.

Este acto no fue inocente. Los palestinos, o al menos los que eran así designados, nada tenían que ver con los árabes actuales. Fueron originalmente una antigua etnia marítima conocida como los “filisteos”.

En hebreo “filisteo” se pronuncia “palescheth” y en griego “palaistine”, mientras que en latín se dice “palaestine”. Estos ya aparecen en el Génesis desde la época de los patriarcas y eran probablemente de origen cretense, asentándose en el lugar a través del pujante comercio egeo. Por lo que se desprende que los filisteos no tenían por Dios a Alá (antigua númina lunar), ya que eran de un linaje de origen indoeuropeo, sino que su dios era Dagón, una deidad con fisonomía de pez.

Como sea, según los datos arqueológicos, que no siempre coinciden con el relato bíblico, los filisteos aparecen algún tiempo después en el Levante, más precisamente desde el siglo XII a. C., sin presentar evidencia de que hayan sido semitas, pero, al igual que las tribus de Israel parecen ser contemporáneos pues, según las fuentes egipcias (Estela del faraón Merenptah, Dinastía XIX) dan cuenta que una tribu homónima estaba en Canaán para esa época.

Pero más allá de esta discusión que da para mucho más, lo cierto es que, a pesar de las pretensiones romanas, aquella Palestina inventada por los Emperadores latinos tuvo la intencionalidad de la erradicación del pueblo judío y de la rehabitación del lugar, colocándole además un nuevo nombre insultante de un enemigo ancestral de Israel con un claro objetivo peyorativo.

Desde fines del mundo antiguo los “árabes palestinos” implantados y los judíos postexílicos convivieron relativamente en paz. Aún luego de que el califa Omar restaurara y se apropiara del Monte del Templo en 638 d. C. mandando a construir la mezquita de Al-Aqsa.

El asunto no cobró verdadera relevancia sino hasta el siglo XIX, especialmente en la Francia de la Tercera República, a partir del caso de Alfred Dreyfus (quien fue acusado y condenado a prisión presuntamente por espionaje pero que en el fondo fue tan solo por ser judío) y del manifiesto publicado por el escritor Émile Zola “Yo acuso” en 1898. Este acontecimiento dio un mayor impulso a Theodor Herzl y al movimiento sionista y, como siempre, al apetito de las grandes naciones como Gran Bretaña y Francia que empezaron a mirar con atención a los territorios de aquella “Palestina” que, para ese tiempo, estaba en poder de los turcos.

A pesar de nuestro breve examen hoy descifrar lo ocurrido es complejo. Más allá de lo dicho es difícil de procesar cómo seres que se dicen humanos, actúen con semejante barbarie. No obstante, el problema, como venimos mencionando, no radica en una disputa por una porción de tierra o por la pretensión de querer cambiar a un gobierno. No es como en el caso de la guerra en Ucrania o como una hipotética guerra entre China y Taiwán. Estas poseen justificaciones profanas. La cuestión obedece en este caso a causas mayormente religiosas.

Las estructuras sacramentales que se arrogan la verdad absoluta, que se sienten los únicos elegidos de su Dios no aceptan que exista el otro, que piense distinto, lo cancelan dentro del fanatismo de creerse los dueños de la salvación universal.

Las guerras obedecen a muchas razones, empero, las más perennes son la peleadas apelando a la hegemonía de lo sagrado, porque si creo tener al único Dios supremo de mi lado el otro siempre estará equivocado. No hay permiso ni lugar posible para el diálogo y para el disenso. Por tanto, no se ve solución en el horizonte mientras la dialéctica sea esta: o el otro se convierte a mi fe, o, en su defecto, hay que matarlo.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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