Ecuador y Perú son posiblemente los dos países latinoamericanos que atraviesan hoy el momento más delicado en cuanto a democracia se refiere. Mientras el primero se encuentra inmerso en un proceso de juicio político en contra del presidente, el segundo languidece tras la crisis política de diciembre de 2022, que llevó al mandatario al encarcelamiento. Dos países, por otra parte, que desde 1985 acumulan, de manera respectiva, siete y cuatro interrupciones en el mandato presidencial, y cuyo índice de democracia, que fue elaborado hace poco por The Economist Intelligence Unit, presenta el peor valor de la serie que empezó en 2006.
La academia centra las explicaciones del éxito o, en estos casos, del fracaso de la política, en hechos que ocurren en tres tipos de ámbitos. El primero se relaciona con asuntos que están vinculados con el diseño institucional. Aquí la forma de gobierno, presidencialista o parlamentaria, con sus diferentes matices, tiene mucho que ver, sin olvidar aspectos que están relacionados con los niveles de descentralización o con la legislación electoral y partidista existente. El segundo se refiere a la capacidad que la política tiene de afrontar (y de resolver) problemas que la gente considera perentorios. Por último, existen condicionantes de naturaleza estructural en el marco societal y cultural que pueden dificultar el ejercicio de la política por la profunda carga de desigualdad que acarrean históricamente.
Sin embargo, hay cierta negligencia al tener presente el carácter explicativo que las personas, que ejercen puestos de responsabilidad en la conducción de la política, tienen sobre la calidad del quehacer de esta. La dimensión que supone la competencia como pericia, aptitud o idoneidad para hacer algo queda ignorada por el carácter todopoderoso, legitimador, que tienen las elecciones. La persona elegida recibe, sin más, el mandato irrestricto de las urnas para llevar a cabo la propuesta que hizo al electorado.
Los presidentes electos en Ecuador y Perú en 2021, Guillermo Lasso y Pedro Castillo, respectivamente, constituyen dos buenos casos de estudio, si se sigue la senda esbozada por Plutarco en Vidas paralelas. Castillo perdió el poder y sumió al país en una seria crisis política, y Lasso puede perderlo en las próximas semanas, bien porque avance el juicio político en su contra, bien porque convoque elecciones anticipadas. Pero también ha conducido al país a un indudable escenario de descomposición.
Ambos parten de una condición política opuesta. Asimismo, su perfil individual es muy diferente en cuanto a su trayectoria personal y al contexto en el que iniciaron su andadura. No obstante, un factor no siempre recogido en el análisis político, aunque sí en ambos casos por la crónica periodística, los une: la incompetencia.
Resulta chocante que al tratar de entender las razones de un fracaso se ponga el acento exclusivamente en factores de orden organizacional o procedimental, con lo que se dejan de lado los que están relacionados con los que atañen a la persona que lideró la acción. La experiencia, el conocimiento, las habilidades comunicacionales, la empatía, el carácter, la integridad, la salud suponen un hilo de elementos que configuran a quienes van a asumir la responsabilidad del mando en la esfera pública.
Todo ello establece un conjunto de habilidades y de conocimiento. Son componentes que se requieren en cualquier profesión, entendida como una tarea a la que se dedica tiempo y esfuerzo con una remuneración como contrapartida y que en el ámbito de la política supone, además, el manejo del poder con una determinada finalidad.
Nikki Haley, nacida en 1972, exgobernadora republicana de Carolina del Sur y embajadora ante las Naciones Unidas durante el gobierno de Donald Trump, ha propuesto recientemente que los políticos deberían someterse a pruebas de competencia mental y cognitiva desde que cumplan los 75 años. Si bien su idea tiene un claro componente militante en contra del presidente Joe Biden, así como por el hecho de que ella misma está compitiendo en este momento con Trump para la nominación presidencial republicana de 2024, no deja de constituir un mecanismo notable, aunque muy limitado y paradójico.
La relevancia reside en entender que existe la necesidad de que los políticos se sometan a cierto tipo de exámenes que evalúen su nivel de capacitación para el cargo, pero ¿por qué ligarlos a la edad? ¿Solo esta influye en la competencia mental y cognitiva? El despropósito permanente en la acción de Gobierno al faltar cualquier plan al respecto, la incapacidad de argumentar de modo coherente en público durante un breve lapso, el desconocimiento de asuntos notorios, esenciales, del día a día, la falta de sensibilidad ante el sufrimiento y la ausencia de valores permean manifiestamente el comportamiento de parte de la clase política sin que nadie pareciera objetar nada, y suponiendo únicamente argumentos para justificar la desconfianza y el descrédito.
El credo democrático auspicia que cualquiera, con la sola limitación de la mayoría de edad y la no interdicción por decisión judicial, puede presentarse a una elección. Sin embargo, pareciera que la satisfacción de la responsabilidad inherente al ejercicio del poder requiriese de un freno ante la incompetencia.
El problema, no obstante, radica al constituir tanto los parámetros que la definen, en la línea de los elementos antes enunciados, como la agencia independiente que pudiera determinarla. Ello no debe ser impedimento para que la incompetencia de Pedro Castillo y de Guillermo Lasso, así como de otras personas que integran la clase política, sea un asunto que la sociedad abierta tenga que abordar sin demora.
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