Probablemente fue la Serenísima República de Venecia la primera gran potencia en tener un cuerpo diplomático especializado desplegado en las principales capitales europeas. En un hermoso libro titulado El siglo XVI a la luz de los embajadores venecianos, Orestes Ferrara, el prolífico historiador ítalo-cubano, da cuenta de la labor de estos especialistas de la intriga, el espionaje y la información.
En largas y detalladas misivas, llenas de datos y anécdotas palaciegas, estos embajadores informaban a las autoridades de la Serenísima del acontecer político de las principales cortes europeas, al tiempo que transmitían a los cortesanos amigos los mensajes y las dádivas de sus mandantes, a efectos de granjearse su buena voluntad.
Nicolás Maquiavelo fue el más notable de esos espías intrigantes. Ofició como embajador, primero, en Francia; luego en los Estados Pontificios bajo el papado de Julio II y, antes de caer en desgracia, representó a la Serenísima ante la corte del emperador Maximiliano I. Afortunadamente para la posteridad, su retiro forzoso de la política y la diplomacia le permitió dedicarse a la actividad literaria de la que salieron sus grandes obras: Discurso sobre la primera década de Tito Livio y El Príncipe.
En los siglos siguientes, todas las grandes potencias siguieron el camino trazado por los venecianos y se acreditaron embajadores las unas a las otras, con el mismo propósito de espiar, proveer información y participar en las intrigas palaciegas. A lo largo del siglo XIX y especialmente en el XX, todas las naciones del mundo empezaron a imitar a las grandes potencias, lo que dio nacimiento a la actividad de la “diplomacia internacional”, codificada en todas sus minucias por la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas de 1961.
La República de Colombia, nacida de la Constitución de Cúcuta de 1821, empezó con cuatro secretarías o ministerios, uno de ellos el de Relaciones Exteriores, para al que se nombró al caraqueño Pedro Gual. Era muy importante en ese entonces enviar delgados ante las potencias europeas para obtener el reconocimiento de la nueva nación y conseguir apoyo para la guerra independentista que aún no había culminado. Ya en el siglo XX, las embajadas, al tiempo que se hacían menos importantes, aumentaban en número. Pronto se convirtieron canonjías bien remuneradas para el pago de favores políticos o, en el mejor de los casos, para ayudar al sustento de algunos escritores mientras componían sus obras literarias.
En alguno de sus innumerables escritos, Germán Arciniegas, que fue embajador en cuatro o cinco países, se burla socarronamente de los informes sobre asuntos económicos que semanalmente enviaba a la Cancillería Alejandro López, su compañero de legación en Londres, a principios de los años treinta del siglo pasado. Cuenta Arciniegas que todos los viernes, temprano en la mañana, López llegaba a la oficina con la última edición de The Economist, traducía los principales artículos y armaba con ellos el informe que en la tarde remitía a sus superiores en Bogotá. Dejando de lado la indelicadeza que insinúa Arciniegas, a mí me parece que, para la época, lo que hacía López era plausible. Hasta hace, digamos, 40 ó 50 años, preparar un informe basado en la prensa del país donde se ejercía la diplomacia aún tenía cierta utilidad.
Las comunicaciones modernas y especialmente el Internet han privado a nuestros diplomáticos de una actividad que les permitía llenar el tiempo, sentirse útiles y guardar cierto decoro.
¿Qué hacías, le pregunté a un amigo que hace algunos años se desempeñó como segundo o tercer secretario de embajada en una importante capital europea? Prácticamente nada, me respondió, pero me mantenía muy ocupado, déjame te explico. Allá había embajadas de unos cien países, razón por la cual todas las semanas se celebraba la fiesta nacional de alguno de ellos. A veces, había hasta dos y tres fiestas nacionales por semana. Era necesario prepararse y leer acerca del país, para poder decirle algo agradable a los anfitriones y conversar ilustradamente durante la cena y el coctel.
Aquellos que son arrojados a capitales con menor actividad diplomática experimentan más dificultades para darle algún sentido y propósito a su misión; pero al parecer logran hacerlo. Una pareja de amigos, que visitó un exótico país donde tenemos sede diplomática, me habló bellezas de la “queridura” de nuestro embajador. Imagínate que arrimados a la embajada y nos recibió de inmediato. Estuvo con nosotros prácticamente los tres días y nos llevó a los mejores lugares. Comimos con él y su señora dos veces en la embajada y nos invitó a almorzar otras tantas en increíbles restaurantes. ¡Qué queridura, el embajador!
Colombia tiene relaciones diplomáticas con más de cien países y embajadas en unos sesenta. La tabla presenta los costos laborales de una embajada colombiana típica, se acuerdo con el Decreto 304 de 2020.
Para redondear, solo en sueldos directos, una embajada cuesta 172 millones de pesos mensuales. Asumiendo un factor prestacional de 70%, los costos laborales llegan a 292 millones. Suponiendo que los otros costos – arriendo, vehículos, suministros, agasajos, etc. – sean un 30% del total de costos laborales, tendríamos que una embajada cuesta 380 millones de pesos mensuales o, si se prefiere, poco más de 4.500 millones al año.
Con la mayoría de los países donde se tiene embajadas las relaciones económicas – de comercio e inversión – son ínfimas y la presencia de colombianos es sus territorios a lo sumo justica un pequeño consulado. Se me han ocurrido algunas agrupaciones de países que podrían ser servidos con una sola embajada.
Las seis embajadas de África pueden agruparse en una sola, lo mismo que las seis de Centro América: van diez menos. Para Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay basta y sobra con un embajador; lo mismo que para Brasil, Bolivia, Ecuador y Perú: nos ahorramos otras seis. En México puede quedar la embajada de ese país y la de todos los países caribeños con los que tenemos relaciones diplomáticas: no ahorramos otras tres, las de Cuba, Trinidad-Tobago y Jamaica. También basta una embajada para China, Corea, Japón y Vietnam y nos ahorramos 3 tres más. En Israel puede quedar la embajada de ese país y además de Líbano, Emiratos y Turquía, con lo que se ahorran tres. Se ahorran otras seis conformando dos grupos con India, Filipinas, Indonesia y Malasia, el primero, y con Australia, Nueva Zelanda, Singapur y Tailandia, el segundo. Para toda Europa basta con 4 embajadas bien distribuidas, con lo que el ahorro sería de 16. Estados Unidos y Canadá pueden atenderse con solo embajador.
Si mis cuentas no me fallan, las agrupaciones propuestas permitirán suprimir 48 embajadas, lo que daría un ahorro superior a los 200.000 millones de pesos al año. No es difícil llegar a 250.000 millones, si en los múltiples organismos multilaterales más bien inútiles donde tenemos representación se hace un recorte semejante.
Se dirá que es un gesto poco amistoso suprimir embajadas y que eso llevaría al retiro de las sedes diplomáticas de muchos países en Bogotá. Eso no es un defecto la propuesta sino una virtud adicional puesto que, de aplicarse, ayudaría que otros países también tuvieran ahorros en la financiación de sus propios diplomáticos de coctel y sus costosos guías turísticos con rango de embajador.
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