En esta semana, un juez en Neiva dejó en libertad a los responsables de intentar incendiar una iglesia cristiana. Habían sido atrapados en flagrancia y obraban videos donde queda probada su participación en los hechos. Un par de días después, una juez liberó a unos detenidos en Armenia aunque entre otras pruebas había grabaciones de la Fiscalía en los que los detenidos planeaban atacar un peaje y la casa del Gobernador del Quindío. El viernes, un juez envió a domiciliaria en Cali a dos de los cuatro acusados del asesinato de un patrullero de la Policía al que atacaron con armas blancas y de fuego y después arrojaron al río Cauca. En los tres casos, los detenidos hacían parte de la mal denominada «primera línea». No son los únicos en los que jueces han dejado en libertad a responsables de delitos cometidos en el marco de los disturbios y bloqueos.
Una democracia republicana, es decir, una verdadera democracia, necesita elecciones libres, periódicas, con voto universal y con posibilidad real de alternancia en el poder. Pero necesita también que haya un estado de derecho y un sistema de administración de justicia independiente y autónomo que asegure que la ley se cumpla, los ciudadanos vean protegidos sus derechos y los delincuentes sean castigados. Cuando el sistema de administración de justicia falla, no solo se erosiona el sistema democrático sino que se crean espacios para la violencia y la «justicia por propia mano».
Pues bien, ahora que se celebran los treinta años de la Constitución del 91, hay que reconocer que una reforma profunda al sistema judicial no admite más espera. No hay duda de que nuestra carta política es de naturaleza garantista, pretende la vigencia de los derechos por encima de procedimientos y formalidades. De ahí la tutela, quizás el aporte más importante del 91. Pero los hechos arriba descritos demuestran que muchos jueces penales ya no hacen su tarea de proteger los derechos de los ciudadanos ni castigan a los delincuentes.
No son, sin embargo, los únicos motivos para la reforma. La rama judicial es altamente burocrática y costosa, con seis altas cortes, 127 magistrados e incontables magistrados auxiliares, diez billones de pesos de presupuesto y aún así altamente ineficiente, lenta y morosa, con un promedio de 1.288 días para resolver un proceso contractual típico (2020), más del doble del de América Latina, y con casi dos millones de casos por resolver. La impunidad sigue siendo escandalosa. De cada cien delitos de los que se tiene noticia, noventa y cuatro quedan en la impunidad, según Transparencia por Colombia y la misma Fiscalía (2019).
La rama, además, está acosada por la corrupción que, es aún más grave, ha alcanzado incluso a la Corte Suprema, con tres ex presidentes vinculados al infame cartel de la Toga y una docena de magistrados de tribunales superiores acusados de conductas similares, carteles de falsos testigos y numerosas acusaciones sobre jueces de menor nivel. Hay magistrados y jueces limpios, claro está, pero muchos son oscuros y hieden. Se requiere mejorar el sistema de formación y la ética de los abogados y es clara la necesidad de establecer un nuevo órgano para la investigación y el juzgamiento de magistrados de las altas cortes.
Pero cuando en el 2015 se intentó suprimir el Consejo Superior de la Judicatura y, ante el desprestigio de la Comisión de Acusaciones del Congreso, crear una comisión para el juzgamiento de aforados, la Corte Constitucional consideró que hubo sustitución parcial de «pilares fundamentales» de la Constitución de 1991, los principios de separación de poderes, autonomía e independencia judicial, y la reforma fue declarada inexequible.
Por cierto, estoy convencido de que esa doctrina de la Corte Constitucional en virtud de la cual ella decide que puede y que no puede ser reformado de la Constitución por parte del Congreso ha sido la fuente principal de la politización de la justicia. Desde entonces viene dándose, vía decisiones de la Constitucional pero no solo de ella, un traslado sistemático de competencias de los poderes legislativo y ejecutivo a la rama judicial. La erosión del sistema democrático es evidente. Jueces no elegidos, que no son responsables ante nadie y que no tienen ningún control, hacen saltar por los aires el texto constitucional y las leyes, que interpretan a su arbitrio y de acuerdo con sus posiciones ideológicas y sus simpatías políticas. Es el peligrosísimo, arbitrario y antidemocrático gobierno de los jueces.
La otra cara de la politización de la justicia es la judicialización de la política, el uso de la rama para eliminar del juego a los contrincantes políticos, el traslado de la decisión política de las urnas y el Congreso a las sentencias y los despachos judiciales. Un horror que ha tenido su última expresión en la decisión de la sala de instrucción de la Corte Suprema de mantener competencia para investigar a Álvaro Hernán Prada, que había renunciado a su curul como representante a la Cámara. No dudo de que pretenden sacrificarlo para generar un hecho político ahora que el caso de Álvaro Uribe se les salió de sus manos.
Ese viejo solo quiere hacerse famoso a causa de la izquierda. Que patético.