“En la actualidad prima lo atemporal; la simultaneidad de tareas, relaciones, actividades y cuanto hacer cotidiano tenga un sujeto. Al sobreponerse esa dinámica temporal, se acude a la obligación de transitar una especie de eternización del presente”.
Si algo nos enseñó esta pandemia con sus largos confinamientos, es que el hogar se consolida cada vez más como el escenario en el cual confluye la vida, tanto privada como pública, tanto individual-familiar como social; desde el hogar se trabaja y se estudia, desde el hogar se compra (consume) y se vende, desde el hogar se realiza actividad física y se ejerce la vida social, desde el hogar se va a conciertos, cine y teatros e incluso desde el hogar, a distancia, se viven los “encuentros” sexuales. Resulta paradójico, aunque no extraño, que el lugar más íntimo y protegido para el ser humano termine siendo el espacio predilecto desde el cual se moderan y amplifican todas las dimensiones de la realidad. El lugar que cumplía las veces de refugio del afuera termina siendo un ambiente próximo que propicia canales de acceso a la totalidad de lo cotidiano. Estas formas de subjetivación –como en todos los casos– producen nuevas realidades sociales: la sublevación de lo íntimo y la consolidación del hogar como macro centro de la vida, arrastran al sujeto hacía un aislamiento ya no preventivo sino gozoso. Así, el hombre interconectado e híperconectado representa fielmente al sujeto social contemporáneo.
La virtualidad, sin embargo, determina nuevas maneras de vivir y de sentir el tiempo. La denominada era digital sobrepone una relación del sujeto con el tiempo y el espacio que altera abiertamente cualquier forma de dinámica social; desde lo laboral, hasta el ocio, son impactados por las lógicas de la cotidianidad tecnocodificada. Una de estas maneras –tal vez la más importante– fija lo que se podría definir como la muerte del tiempo cronológico que impacta directamente la correlación que establecemos con el pasado y el futuro en cuanto a temporalidades de lo devenido y lo devenir. En la actualidad prima lo atemporal; la simultaneidad de tareas, relaciones, actividades y cuanto hacer cotidiano tenga un sujeto. Al sobreponerse esa dinámica temporal, se acude a la obligación de transitar una especie de eternización del presente. Este aspecto imposibilita la división o segmentación del hacer; es por ello que no existe en estado puro un tiempo para el trabajo, otro para lo estudio, otro para el descanso, otro para la actividad deportiva o incluso, otro para la simple contemplación.
Estas nuevas formas en que se mueve el tiempo cazan perfectamente con la ideología neocapitalista. Al no existir la fragmentación, todo el tiempo es tiempo laboral y en todo momento de debe estar activo, disponible y virtualmente presente para producir. Así las cosas, cargamos en nuestro bolsillo con el lugar de trabajo: el celular es la oficina misma. La digitalización de la vida cotidiana, entonces, adquiere un costo elevadamente alto. Si bien favorece la emergencia de lo instantáneo, la pérdida de la demora, la facilidad de la conectividad, obliga a los seres humanos a responder, en tiempo real (todo el tiempo), a las imperantes demandas de un sistema intrusivo. Con ello, se hace imposible que el sujeto tenga un control directo sobre ese tiempo y que ni siquiera refugiado en el espacio que alguna vez fue su lugar más íntimo, adquiera un mínimo resquicio de libertad que le permita tener relativo poder para renegociar con la existencia su propio tiempo.
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