Hacer justicia con las propias manos

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Dicho sea de otro modo, un hacer justicia con las propias manos, lo cual no es una invitación a la venganza o a la destrucción o a la violencia, sino todo lo contrario, una invitación a alzarse en manos y actuar desde lo simple o lo complejo, desde lo que encierre cada par de manos, cada mundo de posibilidades.

Son tiempos difíciles, son oscuras las realidades que llenan el mundo y sobre todo a Colombia. Los periódicos a diario informan –muy a su manera- sobre la muerte de alguien en alguna parte del país que con un rostro luchó y por eso mismo, por tener un rostro, murió. Ascienden las cifras de desplazados, las madres positivas de Soacha llevan a cabo un sin número de acciones artísticas, pidiendo que su dolor sea escuchado por todos nosotros, los que sólo hemos visto la guerra desde afuera, por los laditos, mejor sea dicho, desde el sofá. Resulta absurdo y vergonzoso que rueguen por justicia pero de eso vamos. Y en algún momento, aparecen pequeñas ventanitas, pequeños salvavidas y opciones de cambio pero algunos se rehúsan a ellas y sin pensarlo mucho, desechan y niegan la posibilidad de no ir una vez más a la guerra a una patria desangrada que no aguanta parir a un soldado más.

Sin embargo, una mañana llueve y llueve tan hermoso, se respira tanta frescura y la ciudad está tan hermosa en su escala de grises que uno se pregunta al igual que Dostoievski “¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa?” Se me ocurre entonces que entre tanta insensibilidad e indiferencia, yo, pobre mortal de a pie debo hacer algo, pero ¿qué? Empiezo este escrito con una historia y luego recurro a un poema muy conocido con el fin de llevarles a un punto, a una idea o a un lugar en el que ambos convergen aunque ni siquiera yo, que en cierta medida soy quien lleva la batuta o el lapicero, tengo muy claro. A ver, intentémoslo.

En un artículo del año 1957, Marguerite Duras, escribe sobre un muchacho argelino que un domingo en la mañana, se detiene nervioso en una esquina con su carretilla llena de flores. No lleva mucho tiempo allí, cuando aparecen un par de policías sedientos de crimen, quienes le piden papeles al muchacho, los cuales no posee. Uno de estos responsables defensores de la ley, vuelca la carretilla, decorando el cemento gris con la variedad de flores de colores que ya no serán ni el obsequio de reconciliación ni el decorado para la tumba ni mucho menos la sorpresa para la jovencita que justo ese domingo cumplía sus quince años y esperaba anhelante el ramo de rosas que le llevaría su padre. Entonces sucede algo —que es la razón por el que les cuento todo esto—. Una mujer pasa y celebra la valiente hazaña de los policías y aplaude el homicidio doloso contra las flores, en ese momento cruza otra, que parece resultar afectada al observar la escena y después de un momento se acerca, toma un par de flores del suelo, paga al muchacho y se marcha, luego viene otra y otra y ya son quince las mujeres que en completo silencio e ignorando las protestas de los policías, compran en cuestión de minutos todas las flores. Me pregunto ¿será esa la respuesta?

Hace algún tiempo llené mis bolsillos de desesperanza y no lo voy a negar, de odio hacia muchos de los seres que caminan este territorio ¿Por qué? Porque son justo aquella primera mujer que aparece en el relato y celebra el acto policíaco. Llena de rabia e impotencia, no hice más que lamentarme y lanzar quejidos y censuras para los culpables; cosa que como es de esperar, no sirve para nada. Con el paso de los días —recurso sumamente importante para la superación de cualquier tipo de tusa— de mis bolsillos por fortuna rotos, se fueron escapando esos pedacitos, migajas y desechos que tanto peso me sumaron. Después de varias lecturas al artículo de Duras que me maravilló profundamente, se me ha ocurrido que tal vez, sólo tal vez, la idea que guarda esa página sea la respuesta a las preguntas que yo y tantos otros nos formulamos en medio de la decepción: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo? ¿Cómo puedo asumir una actitud política y moralmente responsable?

Pero antes de poner en evidencia aquello que llegados a este punto, muy seguramente muchos de ustedes ya se traen entre manos, quiero recordar un poema simple y hermoso de Jorge Luis Borges, titulado Los justos:

«Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire./ El que agradece que en la tierra haya música./ El que descubre con placer una etimología./ Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez./ El ceramista que premedita un color y una forma./ El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada./ Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto./ El que acaricia a un animal dormido./ El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho./ El que agradece que en la tierra haya Stevenson./ El que prefiere que los otros tengan razón./ Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.»

Aquí confluyen ambos textos. El relato y el poema justifican la idea que desde el comienzo intento exponer. Tal vez, para salvarnos a nosotros, a Colombia —y por qué no al mundo— se necesitan menos hazañas grandes y asombrosas de caballos de Troya y más de esas sutilezas cotidianas a las que se refiere Borges que están al alcance de todos, más de esos silencios que pasan por obediencias cobardes pero que no son más que otras formas de protesta, más mujeres que con pequeñeces rotundas y calladas defienden, dan voz al silenciado, se oponen, se resisten y salvan el mundo. Dicho sea de otro modo, un hacer justicia con las propias manos, lo cual no es una invitación a la venganza o a la destrucción o a la violencia, sino todo lo contrario, una invitación a alzarse en manos y actuar desde lo simple o lo complejo, desde lo que encierre cada par de manos, cada mundo de posibilidades.

@_Azuleja

Mayra Alejandra Ovalle Peñuela

Resumiré todo en que, producto de mi incapacidad para ser una sola mujer decidí estudiar literatura, jugar a saberlo todo de otros, infiltrarme en los enredos más viscosos y ser eso que mi absurda y limitada vida mortal me impide. Y una última cosa, me inclino obsesivamente por las artes o demás cosas que son completamente inútiles porque me encanta no servir para nada.