Amanecí con el alma melancólica y un poco vacía. Con el alba sentí mi corazón como una caja valiosa que estaba cargada de aire, o como dirían algunos: cargado de nada. Ese vacío, del peso del aire, del peso de la pluma de un ave que todos comparan con la nada absoluta, invade mi mente y corazón por estos días. La tristeza, la desesperanza y la falta, habitan mi cuerpo y yo las hábito a ellas. Recorren las esquinas de mi pensamiento como arañas tejedoras, dueñas del hogar de mis más íntimos deseos e ilusiones. Tinturan de nuevo, de colores extraños lo que era cotidiano, convierten la rutina en extrañeza y me empujan al abismo que relata Nietzsche. Bajo la influencia de estas sonatas nocturnas y bohemias, de los sonidos de la pérdida de todo el valor y de la pérdida de uno mismo, recordé una fragmento de poema de Cristina Perri que dice más o menos así “La vida siempre provoca malestar ¿de modo que este desazón, estas ganas de huir a ningún lado, este aburrimiento de la gente, y aun de las cosas amadas, este malhumorado matinal era, al fin de cuentas, la vida?”
La pregunta que se hace Cristina se ha convertido para mí en una inquietud viva, un asunto que se ha incrustado en el centro de mi sentipensar y que sirve hoy como faro para mi vida. Me pregunto por la falta, aquella que me acompaña ahora y que me despoja de la soledad, así como me acerca a ella. Me cuestiono la razón de ser de la incertidumbre y la desesperanza de vivir. Y es que la falta nos recorre a todos, la ausencia, el vacío y la sensación de que algo no está, que hay algo más esperándonos, que hay algo o alguien a lo que no hemos llegado es uno de los sentimientos más comunes en nuestros días. También lo es la hipersensibilidad, esa capacidad de congnocer el mundo a través de las emociones. Un asunto que es además peligroso, viviendo en un mundo tan poco cuidadoso con los sentimientos y valores de la otredad. Y quizá ahí se encuentre el sentido de mi desazón, en que siento al mundo lejano, en que me alejo del mundo, porque siempre recuerdo cuán duro es habitar la desesperanza y convivir con la falta cuando el corazón clama a gritos por llamas que aviven la ilusión y generen la presencia.
Que complejo es habitar un mundo donde todo tiene que ser difícil, un mundo que se recrudece cada día más. Que duro es despertar y encontrarse con que cada día debe ser otro más en el campo de batalla para defender lo que -aunque ganado- se tiene que ganar. Un mundo lleno de gente mezquina e incoherente que abusa de la bondad de quienes sienten. ¿Qué esperanza nos aguarda en un mundo lleno de crueldad? Por eso es fácil sentirse cansado de intentar llevar la vida cuando es tan difícil, cuando vivir es una decepción constante. Es sencillo sentirse exhausto cuando nada representa seguridad, todo es una incertidumbre, y confiar es un acto de autotraición consciente. Con todo ello, es más que normal sentirse mal por vivir en un época donde la esperanza y la presencia han emprendido la huída, para dejarnos a merced de la ilusión de una vida con sentido que se alimenta de la búsqueda incesante de lo que nos falta y faltará.
Habitar la desesperanza y convivir con la falta es la práctica de la experiencia humana en nuestro tiempo. Y a veces, en mañanas como estás me pregunto si esta experiencia es todo lo que significa la vida. Sin embargo, la mañana avanza y llegan otras horas así como a mi playa arriban también nuevas olas, olas que me despojan de la falta, que llenan de mar y amor la cajita de mi corazón y producen esperanza. Ya veo las telarañas tejidas en mi mente y contienen muchas letras, palabras que conjuran maleficios literarios que ahuyentan los demonios de la ausencia; valientes líneas que me permiten -ahora- habitar la desesperanza y convivir con la falta.
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