Gritos de ultratumba

Tal parece que cada día más y más se levanta un pueblo cansado de yacer en las incomodidades de su ataúd. Ya no se soporta más la levedad de la muerte prematura acontecida por un mutismo cómplice del horror.


 Dicen que mi país -y perdonarán el fatal posesivo- es una tierra de alegres ciudadanos trabajadores al ritmo del “Ras-tas-tas”, la cumbia y el vallenato; que allí donde vamos cargamos una maleta llena de esperanzas y sonrisas; que después y a pesar de las “pasadas” décadas oscuras del narcotráfico y la guerra colocamos mano sobre mano todos juntos para construir este atrasado proyecto nacional. Cuando me hablan de un lugar que algún señor se le dio por llamar Colombia, y encima decir que éste es el nombre de una nación, no puedo imaginar nada de lo que acabo de mencionar. No. No puedo pensar en la alegría de una tierra que se alimenta a diario de la sangre de sus ciudadanos y la pólvora de sus propias armas. No concibo la esperanza de las gentes que trabajan bajo la zozobra del hambre y la insatisfacción de la iniquidad. No imagino manos sobre manos más que para asfixiarse mutuamente; para poner un ladrillo y hacer volar tres. Bienvenidos al desmembrado cuerpo social colombiano, al “no-país” de María Mercedes Carranza. ¿Podrá esto cambiar?

Alguno podrá decir que exagero con esta descripción, pero basta con un breve vistazo hacia nuestra historia para hallar cadáveres sobre cadáveres. Unos exhiben perforaciones craneales y múltiples traumas de los que brotan raíces y anidan insectos de toda clase; otros no son más que un puñado de polvo sobre el polvo de lo que fueron las venas y la vida de nuestra tierra. En Colombia para morir no hace falta ser mortal y esperar el inevitable día; alguien siempre está dispuesto a hacerte el favor. No importa ni por qué, cualquier razón vale.

Aquí todos asistimos a un gran entierro de forma indefinida. Por favor, no se descuide que puede ser el suyo. Igual, qué más da de quién sea, el lote es muy grande y todos cabemos ahí. Ah, y por favor recuerde guardar silencio. El enterrador disfruta llenar las bocas de los difuntos con tierra y fuego. Y no diré quién o quiénes sean los enterradores, pues, de todas maneras, ya están también muertos. De hecho, aquí todo ha muerto, y quien no respete la supremacía de esta mayoría caníbal, debe desaparecer. Es el reino del forzado silencio, de la a-plomada paz, de la equitativa miseria en todas sus facetas.

Pero algo ha pasado desde hace algún tiempo. No sé si los ecos de los que se atrevieron a hablar aun retumban entre los mausoleos, o sus fantasmas, los cuales son cada vez más y más, perturban con un hórrido y estridente lamento el tenso silencio de los que nunca quisieron hablar. No es sólo una manifestación de hace un par de meses apoyada, en su mayoría, por aquellos que, en un país de muertos andantes, decidieron vivir, sobre todo, por aquellos que no pudieron seguir haciéndolo, sino la natural reacción de cansancio que se siente en el cuello cuando la cabeza sólo se utiliza para agacharla, como si de un matadero de pollos que esperan ser decapitados se tratase. ¿Hay cabida para más tumbas sin nombre, para más cuerpos en los ríos y cenizas entre las nubes?

Tal parece que cada día más y más se levanta un pueblo cansado de yacer en las incomodidades de su ataúd. Ya no se soporta más la levedad de la muerte prematura acontecida por un mutismo cómplice del horror. Ya no es tiempo de seguir aumentado el tamaño de fosas comunes repletas de niños sin futuro, padres sin trabajo, personas sin esperanza y muertos sin dignidad. Sí. Fosas más comunes que siempre, porque lo único común aquí es la desigualdad y la carencia de oportunidades.

Pero, si lo único que sentimos es desesperanza, persistamos en ella. Y con desesperanza me refiero, tomando como referencia a Álvaro Mutis, a dejar de esperar un milagro que opere más allá de nuestras propias manos y sudor, y a sacar de nuestras bocas las palabras precisas para espantar el miedo. Pero ¿Cómo tenerlo si lo único que se tiene es hambre? Hambre de pan, hambre de equidad, de justicia.

Clamemos por la desesperanza, pues lo único que tenemos es nuestro existir y lo mínimo que podemos hacer por ello es afirmarlo en medio de una vigorosa búsqueda por la dignidad, lo que es lo mismo que el más sincero vivir y no un mero sobre-vivir. Ha llegado la hora de darle nombre a innumerables tumbas sin nombre, a quitarle la pena a las almas errantes y, sobre todo, a encarnar un grito de ultratumba que desde tiempos remotos carece de garganta para resonar. Así y todo, no cantemos victoria ni esperemos su llegada. La justicia no siempre atiende a quien le llama ni el dolor siempre se marcha cuando se le espanta. Pero habrá que intentarlo, pues tal vez eso sea, incluso, la vida misma: una lucha siempre perdida de antemano, pero lucha, al fin y al cabo.

Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

1 Comment

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  • Haces un recorrido del horror de nuestro pueblo… Desde la ancestralidad hasta la cotidianidad.
    En este camino de masacres urbanas y rurales… De hidroituango, grupos «al margen de la ley» que trabajan amangualados y nosotros qué nos cansamos y no creemos resistir más