«Gracias a los bichitos»: Diarios de Cuarentena

Todo iba más o menos bien hasta hace una semana. Las finanzas no eran las esperadas pero digamos que todo se sostenía; la salud no era la esperada pero se caminaba sin ayuda y no se padecía ningún complique; en las calles había una relativa tranquilidad; incluso hasta la zozobra parecía que nos daba un compás de espera.

De repente todo cambió cuando se hizo el anuncio de una llegada infortunada al país. Un bichito del tamaño de…Nada. No tenía parangón, ningún ojo humano lo había visto hasta entonces, pues era tan minúsculo como…. Nada.  Tampoco había cómo describirlo,  pero se decía que era tan letal como el arma más peligrosa inventada por el hombre en los siglos de los siglos.

Yo, que he sido lo suficientemente incrédulo dude de su capacidad. Pero como desde su tal llegada (recordar que nadie lo ha visto) todo quedó como en espera, en stand by, entonces aproveché para hacer ese viaje que había aplazado hacia un sitio donde sabía estaría más tranquilo y reservado de la posibilidad de que llegara ese inconveniente e impertinente bichito.

Y, guardando algunas recomendaciones que se daban por los altavoces,  cuando estuve en el campo, aproveché para ir a saludar a un primo que hacía más de seis años no saludaba. Y, a cierta distancia, claro,  hablamos y recordamos viejos tiempos, mientras él, que también solía abastecer su alacena en grandes almacenes,  sacaba de un lago la comida para su familia.  Me gustó verlo sonreír mientras lanzaba su anzuelo al charco y decía que el próximo pescado sería el almuerzo para su hijo Andrés.

Al día siguiente compré carne y me fui a donde unos vecinos para que preparáramos un almuerzo. El dueño de la casa se alegró con mi visita y nos sentamos, a distancia claro está, a recordar esos paseos de olla de hace años, y luego lo acompañé al huerto donde desgajó un racimo de plátanos para echarlo a la sopa, mientras me decía, que al menos en el campo, algo había para compartir y me dijo que le dolía pensar en los que estaban en la calle sin probar bocado, y yo le complementé que por ejemplo debía ser muy duro la situación de los venezolanos que estos días no tendrían a quien venderle en la calle sus mercancías y que entonces…

Luego, mientras almorzaba ese sancocho, me alegré de saber de la solidaridad que casi siempre manifiestan quienes menos tienen.

Agradecido mi vecino, me dijo entonces que cómo estaba mi casa y como le dijera que todo funcionaba menos la estufa que hacía unos seis meses tenía un problema, entonces se ofreció a acompañarme a buscar el repuesto, y juntos la reparamos. Esa noche mientras preparé luego de meses un agua de panela, me santigué un par de veces y también agradecí al cielo, o a la Vida, por ese calor que disfrutaba después de tanto en ese mi espacio.

A la tercera mañana me levanté  y vi que en las cercas que dividen la parcela había un par de estacones que estaban a punto de irse al piso y entonces me fui a la troja, saqué una pala, unas tenazas y corté un par de troncos y los reemplacé antes del mediodía. Mientras miraba mis manos con ampollas pensé que al menos en los próximos meses, las vacas de los vecinos no vendrían a pisar el jardín que recién estaba pelechando. Ah, y cuando estaba clavando el estacón,  por la carretera pasó una  señora entrada en sus añitos y me dijo que le alegraba verme de nuevo en la vereda, y entonces me ofreció unas matas de jazmín por si quería sembrar en todo el rededor de la casa. Yo, desde hacía mucho había pensado en plantar algo que le diera más vida a la estancia y que atrajera las soledades con sus plumajes verdeazulados y los turpiales, y entonces dije que Claro, que tan amable. Y a la mañana siguiente, después de ir a recogerlas y compartir un café con la señora,  sembraba pequeñas plántulas y estacas de jazmín por toda la cerca de la casa. Al cabo del día mi espalda estaba como una S, pero sonreía para mi,  imaginando en el canto de los pájaros que vendrían seguramente alguna mañana a anunciar el alba. A anunciar nuevos días.

Hoy, un poco a hurtadillas fui a saludar a mi madre que también anda cerca, y a quien llevaba días sin ver. Le llevé una caja de huevos y unas arepas.  Madrugué para no ir a molestar un poco a las autoridades que, con razón y vocación,  vigilan pueblos  y ciudades.  Y en el camino la neblina y el frio del amanecer  se me enterraron como estacas,  en los huesos. Tiritaba cuando entré a su casa, y ella me saludó a leguas, precavida. Pero como viera mi hipotermia, entonces me sirvió un café y fue por dos mantas y me las echó encima de las piernas. Enseguida no supe qué disfruté más, si el café o ese gesto maternal que no sentía yo hace tanto, pues ando  bien entrado en mis cuarentas.

Al mediodía volví a la vereda. Me senté afuera de la casa y veía pasar ocasionales vecinos que iban con sacos de mercado, hacia sus casas. Una campesina que iba como sin afanes se detuvo y me dijo que estaba muy bonita la casa, y me felicitó de verme,  “otra vez por aquí” y tan cambiado.

Y yo le dije que ella era muy amable, que la casita “ahí iba”, pero que no era yo, que era gracias a los bichitos que llegaron.

Ella  me miró, siguió su paso.

Y no sé si me entendió.

Guillermo Zuluaga Ceballos

Nota:

En Al Poniente quisiéramos saber cómo ha sido la experiencia de las personas en este tiempo que llevamos confinados en nuestros hogares. Decidimos crear los Diarios de Cuarentena, con la intención de comunicar los sentimientos, sensaciones y experiencias vividas que sentimos en estos momentos insólitos para nuestra especie, a raíz del confinamiento.

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