“Es una ley eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él; va hasta que encuentra límites”
(Montesquieu, El espíritu de las leyes)
Los golpes de estado ya no llegan en tanques, sino en cuotas. No se declaran, se ejecutan por etapas partiendo de una elección democrática. Su lógica no es la irrupción repentina, sino la captura progresiva del poder absoluto mediante imposición de reformas constitucionales y legales, la corrupción y clientelismo rampantes para lograr apoyo político, cooptación institucional, intimidación a la prensa y movilización popular violenta. Rusia con Putin, Turquía con Erdoğan, Venezuela con Chávez y Maduro, Ecuador con Correa, El Salvador con Bukele y Nicaragua con Ortega son algunos ejemplos.
Colombia no es inmune a esta modalidad de captura institucional. Desde 2022, Petro ha emprendido un proceso sostenido de erosión de los frenos y contrapesos del Estado de Derecho: ha enfrentado sistemáticamente al Congreso, ha deslegitimado a las Altas Cortes, ha atacado los poderes regionales, ha iniciado la cooptación de los organismos de control, ha socavado la autonomía del Banco de la República y ha hostigado la prensa. Durante meses promovió la idea de una Asamblea Constituyente por fuera del procedimiento del artículo 374 de la Constitución. Ahora, cuando esa vía se revela políticamente inviable, propone una consulta popular para sacar adelante su reforma laboral, como si el voto manipulado pudiera sustituir la deliberación parlamentaria.
La consulta popular no es una rectificación. Es una táctica distinta para un objetivo idéntico: legitimar el poder del Ejecutivo por encima de los cauces institucionales. Presentada como un instrumento democrático, la consulta se convierte en un mecanismo plebiscitario que reduce la política a un acto de fe. De aprobarse una reforma estructural cualquiera mediante ese mecanismo, se establecería un precedente que permitiría gobernar por consulta y no por ley. El Congreso quedaría relegado a una función decorativa.
Pero el riesgo no es solo jurídico. Lo que hoy tenemos es un Ejecutivo que avanza en la concentración de poder mientras debilita la capacidad del Estado para contenerlo. La remoción masiva de mandos militares, la desmoralización de la tropa, y la inactividad operativa de las Fuerzas Armadas en vastas regiones del País han dejado al Estado sin columna vertebral de autoridad legítima. Al mismo tiempo, los mal llamados “procesos de paz” han servido para fortalecer a grupos armados ilegales que hoy ejercen control territorial, social y político en departamentos como Cauca, Chocó, Nariño, Arauca y en grandes regiones como el Bajo Cauca antioqueño y el Catatumbo.
El panorama de cara a las elecciones de 2026 es alarmante. La combinación de un Ejecutivo con pulsiones autoritarias, unas Fuerzas Armadas neutralizadas y unas organizaciones criminales empoderadas plantea un escenario de ruptura constitucional encubierta. Si se impone una reforma plebiscitaria que margine al Congreso, si se sabotea el proceso electoral en zonas rurales a través del miedo o la abstención forzada, lo que tendremos no será una elección sino una ratificación disfrazada.
La defensa de la democracia no puede esperar a que el golpe esté consumado. Debe anticiparse. La Corte Constitucional debe actuar con firmeza frente a cualquier intento de suplantar el procedimiento legislativo. Los partidos democráticos, por su parte, tienen el deber de unirse —sin ambigüedades ni cálculos mezquinos— para preservar el orden jurídico. Los gremios de la producción deben jugarse a fondo en defensa ya no de interés particular de sus asociados sino de la libertad económica y el estado de derecho. La sociedad civil debe movilizarse, no para obedecer al caudillo de turno, sino para defender la República.
El golpe por cuotas no necesita fusiles; basta con la indiferencia ciudadana.
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