Golazos de potrero y de estadio

Revista Soma

Hay goles de potrero que solo quedan en la memoria de quien los anotó o de los que tuvieron el privilegio de observarlos, y son de una factura de incredulidades que le proporcionan al fútbol instantes de gloria y clímax, en un juego hecho para la imaginación y el goce colectivo. Se consiguen porque no hay ninguna pretensión de plusvalías, de contrataciones, de pagos. Solo por el disfrute, y porque quien los crea y concreta tiene talento.

Aquellas mangas ahora inexistentes de Bello, en tiempos de infancia y adolescencia, atestiguaron bellezas en la finalización como en la concepción de golazos increíbles. Pinturas efímeras. Arte sin cartel y sin memoria. Sucedía y listo. Fuera de la historia. Contaba entonces el presente, el instante, la conexión intangible con musas de baldíos y con la sensibilidad espontánea. Lo que se puede denominar creatividad.

Se concebían jugadas antológicas, que no hicieron parte de ninguna antología. Ni quedaron en videos ni en película. Solo en la fugacidad de la ejecución, en la placentera realización de una puesta en escena sin directores, solo con actores de un teatro con yerba, o con tierra, o con arena. En peladeros y en pantanos. En relieves inestables. Solo había las ganas infinitas de disfrute en compartir una pelota y en dejar regada en la cancha la vitalidad de la edad primera.

Digo que hay goles de potrero que son irrepetibles. Solo quien los anotó y los que los compartieron en emociones pueden saber de qué estoy escribiendo. Paredes y gambetas, amagues y regates, la dicha de forjar una llegada al arco contrario, con calidad y gusto. Y tras la consecución de la obra maestra, sentir la alegría sin límites de haber alcanzado el cielo del fútbol.

Así que hay que haberlo vivido para no olvidarlo. Y puede ser inútil reconstruir el edificio que la arquitectura del fútbol originario, el que se crea a sí mismo, y se inmortaliza en un momento que puede parecer la eternidad o el encuentro con dioses imposibles, ha creado para la memoria de unos cuantos.

Y, por supuesto, después del potrero, de la manga de los primigenios amores con la pelota, con la gracia de los movimientos, hay otros goles como jugadas de colección que no se olvidan. Y en este ejercicio de recordaciones, me instalaré en el estadio Atanasio Girardot, en la tribuna popular (hoy Oriental), una tarde de noviembre de 1964, cuando jugaba el Medellín contra el encopetado Millonarios. No puede borrar el tiempo el golazo de John Jaramillo, futbolista bellanita, que con un taco de lujo marcó uno de los seis goles que el DIM le clavó al “Ballet Azul” (6-1 quedó el partido).

Solo voy a mencionar algunos goles, de los que vi, en vivo y en directo, no en pantallas, y que son una memoria de la belleza en movimiento, de la inteligencia y el repentismo genial. Otra vez estoy en la tribuna oriental del Atanasio Girardot, el 25 de junio de 1984, muchos años después de haber visto las jugadas increíbles de Corbatta, sus malabares y chanfles, sus modos de hacer ver el fútbol como una disciplina fácil, sus desplantes a lo torero, sus lujos, y su amor por la pelota. El árbitro ordena el saque. Segundo tiempo entre el Medellín y el Bucaramanga. Franco Navarro se la toca a Eduardo Malásquez (ambos peruanos) y de una, un chute increíble al marco, un disparo teledirigido, una bomba que da primero en el travesaño, el arquero Landaburo quizá lleno de pánicos e incredulidades no sabe qué hacer, y el golazo para la memoria. Apenas los hinchas se estaban acomodando en las duras gradas.

La otra obra de arte del mismo peruano sucedió aquel mismo año, el 14 de noviembre, frente al Unión Magdalena. Yo estaba en la tribuna sur y la jugadota la vi desde lejos, porque sucedió en el arco norte, donde estaba el arquero del “ciclón bananero”, el argentino Gasparoni. Y ahí estaba el mago Malásquez, que recibió el balón de Chumi Castañeda, se lo dio a Ibargüen, que se lo devolvió. Y entonces se inició lo indecible, lo increíble. El peruano frente al arco, burla al arquero, se devuelve, esquiva a tres contrarios, que los riega en el camino. Todos gritábamos ¡hacélo, hacélo, metélo hijueputa!, y cuando ya creíamos que no anotaría, disparó con categoría y el estadio ya era un manicomio. Pintó la Malasqueña.

Otro gol para la memoria se dio en 1988. Jugaban Nacional y Millonarios, equipo este que tenía en sus filas a un malabarista del balón, la Gambeta Estrada. Estadio repleto. Y otra vez, yo estaba en la tribuna oriental. Un cobro de tiro libre de Vanemerak, que recibe dentro de las 18 el endiablado delantero de Millos. Hace varios piboteos con el muslo, deja regados a los defensas, que parecían impávidos, sube el balón a la cabeza y lo transporta sobre la misma unos metros, lo deposita en su pie derecho y anota un golazo de “la puta madre”. Higuita, el arquerazo, también se quedó alelado. Corre el anotador hacia la abigarrada tribuna entre norte y oriental a celebrarlo. Le lanzan un proyectil (tal vez una pila de radio) y el tirador acierta. Le da en un ojo. Gol para coleccionistas.

Mao Molina, el gigante rojo dice adiós | El Mundo
Mao Molina

Otro gol difícil de olvidar, mejor dicho, inolvidable, sucedió en el clásico DIM-Nacional, en junio de 2005. Hay un tiro de esquina. Mao Molina va a cobrarlo en la parte de occidental y la tribuna sur. Los hinchas verdes le arrojan objetos y botellas plásticas. Acomoda el balón y patea con una sapiencia, como si las deidades del fútbol estuvieran soplando sobre él su hálito divino. Gol olímpico. Desde la tribuna occidental (o tribuna alta) vi el cobro, la parábola que describió la esférica y la manera de colarse en el arco de Andrés Saldarriaga.

Jugaba el DIM con el Cúcuta Deportivo. Y otra vez, sentado en la tribuna Oriental. Tras un saque de banda que devolvió al centro del área Jackson Martínez, apareció Luis Carlos Arias con una perfecta ejecución de chilena y anotó el agónico gol del triunfo. Todavía recuerdo cómo se levantó de espaldas al arco y conectó el balón en una acrobacia, ingrávida, que me parece que todavía está suspendido en el eterno aire el autor de esa obra maestra. Sucedió en noviembre de 2009.

Goles de potrero. Gloriosos. Quizá atravesados por la inocencia y la genialidad. Goles de estadio. Maravillosos. Unos y otros se quedan para siempre. Haberlos visto (y de vez en cuando anotado alguno en una manga del recuerdo) es una sensación insustituible. Como la de hacer “vaca” (recolecta en la cuadra) para comprar una pelota.

(Escrito en Medellín, cuando el lunes estaba a punto de acabarse. 25-X-2021)

 

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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