(El impacto de un gol agónico e histórico que enloqueció un estadio enrojecido)
La tribuna oriental, parte alta, se había convertido en nuestra iglesia ceremonial para ir, cada que el DIM jugara en casa, al ritual de los partidos. Era el 20 de junio de 2004 y ahí, en esa tarde de esplendores, estábamos en la gradería. El partido DIM-Cali era definitivo para las aspiraciones de pasar a la final de aquel torneo en el que había un presentimiento colectivo entre la hinchada de los rojos: se puede volver a ser campeón.
El estado Atanasio Girardot, enlucido con camisetas rojas, tenía más de treinta mil asistentes que coreaban, saltaban, se movían, ebullían y albergaban una corazonada. Era un cotejo de alta tensión. Y cada vez que el Cali anotaba, parecía que el sueño de cada uno de los presentes se venía abajo, aunque, al instante, se retornaba a la gritería. Jugaba bonito el Medallo, dirigido por la batuta exquisita de Néider Morantes. Al minuto 90, el DIM caía tres por dos. Había suspenso. Expectativa. Descorazonamiento. Se sentían las palpitaciones, las respiraciones alteradas.
Lo que siguió, previo a lo indecible, a lo que puede calificarse sin mucho sentido de milagroso, es un desenlace propicio al infarto. El arquero del Cali había atajado de todo. Ya los vallecaucanos daban por descontada su victoria. Últimos segundos. Tiro de esquina. Un recogebolas muy despierto de inmediato puso el balón en el vértice del triangulito de cobro. Y el crack Néider cobró con una rapidez inusitada. Y el que hacía poco (a los 77) había ingresado, César Valoyes, se elevó por entre los altos marcadores y cabeceó. El clímax, la erupción del volcán rojo fue apoteósica. ¡Gol de Medellín!
Pero lo que vi, en medio de los abrazos con mi compañera, hijo y hermanos, fue increíble. Miré hacia arriba de la tribuna, quizá porque alguien festejaba en mi espalda con palmoteos, y por el aire, sobre cabezas enardecidas, volaban los vasos de cerveza del vendedor de tribuna. No sé si él, en medio de la desbordante alegría, los había arrojado, o alguien en la desbordante celebración tomó la bandeja y la esparció por los aires. La cerveza aérea brillaba con el último sol de la tarde, en una espuma y chorros que me hubiera gustado pintar, pero no sé nada sobre pinceles y lienzos.
La celebración era intensa en las graderías. No sé en qué terminó el cuadro cinematográfico de las cervezas voladoras. Pero abajo, en la cancha, los integrantes del equipo se abrazaban, corrían, iban a saludar a la concurrencia que se agitaba, lloraba, reía, se abrazaba. A la final. El DIM a otra final, que sería, como se sabe, con el equipo de enfrente, el eterno rival. Aquel golazo de Valoyes abrió el camino para que el Equipo del Pueblo alcanzara, siete días después, la cuarta estrella en su dramática y larga historia. Una estrella verde. Una estrella que, años después de aquel logro singular, sigue brillando en el cielo de los más sufridos hinchas de fútbol que en el mundo han sido.
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