“Los jóvenes queremos rehacer el mundo, los mayores han entendido que cada uno se lo hace; responsabilidad y libertad.”
Hemos jugado históricamente a definir la mayoría de edad como una regla biológica, entendiendo en cada categoría señalada unas actitudes y aptitudes que nos hacen adecuados para ciertas etapas de la vida, comprendidas entre tiempos que se interpretan en tanto somos, mientras estamos ahí. Tiempos que no son años, sino mejor, ciclos de experiencias que se atraviesan con la vida: La ilusión, la decepción, la tristeza, la felicidad, el enamoramiento, el desencanto, etcétera.
Hace unos días discutíamos en clase de gerencia, sobre las diferencias entre lo que comprendemos “ser mayor” y “ser viejo” (de acuerdo al video de referencia), esto me llevó a preguntarme entonces, si tales características visten al “ser mayor”, ¿qué acontece con las otras etapas? Pues a mí corta edad (24), que es adulta pero joven de acuerdo a la legislación colombiana(1), es complejo hablar con autoridad sobre lo que implica “ser mayor”, pero en algunos tiempos aprendí lo que era “ser viejo”.
El “ser viejo” como una condición del alma que se siente cansada, agotada y que ha perdido sus aspiraciones, una concepción de la vida que se rinde ante su propia desolación y desidia; la desesperanza que abraza la humanidad al renunciar a los sueños, la sorpresa, el asombro y la razón misma de la vida que se basta de su propia existencia para sentirnos plenos.
En contraste, el “ser mayor” para referir a un estado del alma que ha madurado, que ha comprendido a través de la experiencia y el dolor que la misma implica; la sensatez de vivir un día a la vez, cargado de sus propios retos y motivos, como también la paciencia y la calma que sostiene al sosiego como el gran triunfo de una vida que aprendió a vivirse más allá de su propio afán cotidiano, sin perder en su camino la alegría ni la energía vital que inspira el ser útil para lo otro como responsabilidad con el espacio en el que se habita.
Sin embargo, el “ser joven”, condición de edad biológica en la que me encuentro, me lleva a cuestionarme la distancia entre esta etapa y la del “ser mayor”. Aquí logro esbozar unas características que se enlazan a nuestros miedos que se atan a la ingenuidad, cuya cura son los implacables tiempos que se visten con lecciones. El tiempo, relativo tiempo, y los años que nos permiten ver en perspectiva, sentir los conceptos en la propia piel que cumple con su ciclo, en el cuerpo cuando le pesan los desgastes de su función misma y del alma cuando consigue observar lo que nublan las pasiones. El afán y el futuro que se hacen ansiedad porque la vitalidad física nos engaña al parecer que todo lo podemos ahora, es entonces cuando llega la paz que se inicia el camino del “ser mayor”.
No podría señalar al “ser mayor” como un ocaso, ni al “ser joven” como un estado que termine con la edad. Hay personas de edad corta que han aprendido a “ser mayores”, como también personas que a sus 80 años conservan el “ser joven”.
La juventud no es necesariamente una vida cándida e infantilizada, es más una actitud sentí-pensante que sujeta la mano de la utopía, de la chispa rebelde que ha revolucionado el mundo cada cierta era, una lucha constante contra los paradigmas y el sistema que los mayores han implementado a su imagen y semejanza, bajo los ideales que alguna vez atravesaron su “ser joven” y que la experiencia va enseñando que entre menos, es más. Los jóvenes queremos rehacer el mundo, los mayores han entendido que cada uno se lo hace; responsabilidad y libertad.
El “ser mayor”, o también llamada madurez, es el fuego que calienta como el fogón a los alimentos, aprender a convivirnos y convivir con la vida, sin tratar de vencerla ni mucho menos dejarnos vencer por ella, como le acontece al “ser viejo”. El “ser mayor” implica transitar con prudencia, armonizar con el silencio, comprender que nadie quiere ser salvado pero solo los sabios piden ayuda a quien puede darla; trabajar como compromiso consigo mismo y amor por los demás.
El mundo necesita a los jóvenes, también los mayores y con especial razón la ternura inocente de los niños, pero en el mundo también hay viejos de todas las edades. Los jóvenes impulsan la innovación, la disrupción y el cambio pero son los mayores quienes deben tomar el timón decisorio por lo que tal responsabilidad implica. Las pasiones que son latentes en el alma joven inspiran con vigor, pero la sabiduría que se alcanza al ser mayor consigue mediar el conflicto constante que es la existencia.
Por otra parte, considero que los viejos no contrastan necesariamente con los mayores, como se podría creer, sino con los niños; los primeros ya están muertos aunque respiren y los segundos no solo viven para ellos con conmovedor entusiasmo, sino que además le devuelve la vida cuando llegan a quienes han empezado a envejecer.
Referencias
https://www.youtube.com/watch?v=V20tS0mImaM
- Ley 1622 de 2013
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