“Responderse a sí mismo con la verdad es tan difícil como cortarse a propósito porque duele y lástima, pero, al final, sana.”
Filosofamos a ojos cerrados cuando somos niños. Cuando tenía ocho años le hacía más preguntas a mi madre que ahora cuando tengo diecinueve. Sin embargo, el problema no son las preguntas sino las respuestas que acertadas o no desembocan en el bienestar o malestar de la gente. Responderse a sí mismo con la verdad es tan difícil como cortarse a propósito porque duele y lástima, pero, al final, sana.
El acto de filosofar lo realiza cualquiera, el de hacerlo correctamente “uno de cada diez”. Se parte del asombro de las cosas semejante a mirar dentro y más allá de la rutina. Después, surge el arte de saberse preguntar sobre lo obvio, lo diario, aquello que la gente hace, pero no siente. En ese proceso, se es consciente de la ignorancia y que, por tanto, hace falta reducirla y emprender una búsqueda hacia la verdad. Finalmente, cuando se obtiene la respuesta, accedemos a una realidad distinta donde nuestra vida se ve enriquecida y marcada con una verdad que ha de integrarse y aplicarse.
Parafraseando lo que dijo José Ortega y Gasset, en nuestra época lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Así, la filosofía nos ofrece el acceso a conocimientos más profundos para ver la realidad a través de quienes nos rodean y aclararla. No en balde, hay enormes problemas que exigen grandes soluciones, y como personas debemos ser más grandes que los problemas, por ende, proponer buenas soluciones.
Tiene que haber una disposición dentro de nosotros antes de tocar el terreno en la filosofía. En otras palabras, estar preparado para desechar inescrupulosamente la mentira y vivir una vida de verdad y con verdad.
De salida podemos decir que hace falta detenerse y pararse a pensar, para que antes de transformar las cosas, seamos capaces de conocerlas primero.
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