La vejez no deja en paz a nadie, pues en condiciones normales, es decir, si no se muere antes, es un destino inevitable…es el prólogo de la muerte. Sobre ella se ha reflexionado mucho en la filosofía, sin embargo, hay dos posiciones contrapuestas que llaman la atención, la optimista, del filósofo romano Marco Tulio Cicerón; y la pesimista, del fallecido filósofo italiano Norberto Bobbio. En esta nota exploro la postura del filósofo y jurista romano del siglo I antes de nuestra era.
Cicerón parte de cuatro causas que parecieran hacer miserable la vejez: el apartarnos de la vida profesional, las enfermedades del cuerpo, la privación de las experiencias placenteras, y el no distar “mucho de la muerte”. Para mostrar el lado más optimista de la vejez, se afinca en la filosofía y en la única maestra que puede decir algo sobre la vida: la naturaleza misma. Su posición está anclada en el estoicismo y en la filosofía platónica, de la cual fue un introductor en Roma, un pueblo sin el vuelo metafísico de los griegos, pero de gran capacidad práctica, un pueblo que sustituyó el logos como discurso teórico, por una ratio como medida, canon y cálculo.
Cicerón habla desde un contexto donde la ancianidad es apreciada. Esto hace comprensible la refutación que hace de esas cuatro causas. Para ello, es necesario seguir un consejo fundamental: “Las armas más universalmente apreciadas de la ancianidad, Escipión y Lelio, son las habilidades artísticas y los ejercicios propios de las virtudes; las que cuando cultivadas en cada etapa de la existencia, luego de una vida larga y plena, produce frutos admirables. No sólo porque nunca te abandonan ni siquiera en la edad extrema de la vida […] sino también porque la conciencia de una vida bien llevada y el recuerdo de numerosas buenas acciones es de lo más placentero”. Por eso, la vejez se afronta bien fortaleciendo el carácter, es decir, teniendo una determinada ética, un ethos.
En primer lugar, no es cierto que la vejez nos aparte de la vida profesional, pues se pueden hacer muchos oficios en la ancianidad, y en el caso de quienes han cultivado la vida intelectual, se puede seguir ejerciendo el ingenio hasta viejos. Desde este punto de vista, un escritor, como Gadamer o en la actualidad Enrique Dussel son la mejor prueba. El primero, vivió 102, asistiendo a congresos y disfrutando de la fama que la hermenéutica le proporcionó al interior del mundo filosófico; el segundo, el pensador argentino-mexicano, goza de una gran popularidad, y aún escribe sendos tomos de filosofía y da conferencias a las masas populares que en México llenan sus salones de clase. En estos dos casos, la vida intelectual se mantiene plena en este estadio de la vida.
Si el anciano se ha convertido en un sabio es bien recibido en la sociedad, donde él puede seguir siendo útil y necesario. En la vejez, entonces, el anciano, sobre todo si ha cultivado la prudencia, es consultado por todos, pues si bien él ya no realiza las cosas con vigor, sí lo hace con “habilidad, autoridad y buen juicio”. Asimismo, si ha cultivado el intelecto, puede tener na vejez dedicada a los placeres intelectuales, los cuales sustituyen a los carnales. Sólo debe mantener interés y cultivar el ingenio, lo cual vale para cualquier persona, entre ellas, a quienes se han dedicado a las labores del campo. Incluso se puede aprender algo nuevo como lo hizo el propio Cicerón cuando aprendió las letras griegas a una avanzada edad.
En segundo lugar, en cuanto a la debilidad del cuerpo producida por la vejez Cicerón recomienda hacer todo “en proporción a tus fuerzas”. Y “el ejercicio y la moderación, por tanto, pueden conservar incluso durante la ancianidad algo de su primitivo vigor”. Hay que tener en cuenta siempre “el estado de la salud” y se debe, también, “aceptar la cantidad de alimento y bebida suficiente para reparar las fuerzas, no para sofocarlas”; y, algo muy importante, se debe socorrer también la mente, pues “los cuerpos se fatigan con ejercicios prolongados, los espíritus en cambio se fortalecen”. El ejercicio físico e intelectual, así como la dietética, son pues, armas para luchar contra los males del cuerpo.
En este caso, Cicerón invita a tener autoconciencia de las limitaciones y las posibilidades del cuerpo. En la vejez, como la debilidad muscular es inevitable, se debe hacer todo con moderación, con el vigor que se tiene. Es decir, no se puede pretender ser un atleta o conservar la agilidad que se tenía en tiempos de mocedad. El consejo es que “cada cual se esfuerce hasta donde puede”. En realidad, Cicerón no dice mayor cosa sobre las enfermedades y pasa rápidamente a la tercera causa: “la privación de las experiencias placenteras”.
En cuanto a la renuncia a los placeres, el gran jurista y orador romano la ve desde un punto de vista positivo, pues de hecho, es el placer el que puede arruinar la juventud y las capacidades. Dice: “el placer dificulta el juicio, es enemigo de la razón, deslumbra, por decirlo así, los ojos del entendimiento, y no tiene ningún trato con la virtud”. Tomándose como ejemplo dice: “estoy, además, muy agradecido de la vejez, que me ha acrecentado el entusiasmo por la conversación y hecho retroceder el de la comida y la bebida”. Con la vejez, de hecho, se vive consigo mismo y se disfruta estando rodeado de jóvenes curiosos ávidos de aprender; igualmente, se disfruta del prestigio obtenido en la vida, lo cual es algo que nadie puede arrebatar. Por eso, el mayor de los placeres es “el placer intelectual”. En la ancianidad, como dirá Schopenhauer siglos después, los placeres se nos hacen indiferentes o, más bien, son sustituidos por otros.
En cuanto a la última causa, la cercanía de la muerte, a diferencia del joven, el anciano sabe que no va vivir mucho más, por eso, se despoja de esa “esperanza insensata”. También en la vejez “todo se vuelve de día en día más tranquilo”. Acudiendo a su propia experiencia dice: “Estoy además muy agradecido de la vejez, que me ha acrecentado el entusiasmo por la conversación y hecho retroceder el de la bebida y la comida”. En fin, cada quien debe vivir la vida que le ha sido asignada, pues “el breve tiempo de la vida es suficientemente largo para vivirlo bien y honorablemente”. Si la vejez es inevitable y las “horas pasan, ciertamente, así como los días, los meses y los años; ni el tiempo pretérito regresa jamás, ni puede saberse qué vendrá después. Cada cual debe contentarse con la porción de tiempo que a cada cual se le ha dado para vivir”. Lo que se debe hacer es cosechar los frutos de lo realizado durante toda la vida. Y si bien la vida es corta a esta edad, pues se ha ampliado el pasado y se ha estrechado el horizonte vital, “aquél breve resto de vida ni debe ser deseado con avidez por los ancianos, ni debe ser abandonado sin una causa”. Tampoco se ha de gastar el tiempo pensando en la muerte, pues esto es algo que el ánimo no soporta, ni tampoco tiene sentido apegarse a los bienes. En fin, Cicerón abogó por aceptar la vida que había vivido y la muerte que habría de llegar.
Cicerón está tan convencido de su postura ante la muerte, y tuvo una vida tan exitosa y tan agradecida que al final sostiene: “si algún dios me concediera el don de volver a ser niño desde mi edad actual y dar vagidos en mi cuna, de seguro me opongo”. Por lo demás, su optimismo frente a la vejez se refuerza con su creencia en la inmortalidad del alma (como Platón), que no siente ningún temor en enfrentarse al gran sueño al que se parece la muerte. Un año largo después de escribir De Senectute (44. a.n.e) el gran jurista, orador y filósofo romano, defensor de la República, fue asesinado.
Desde luego, Cicerón no descuidó los males de la vejez, pero pensaba que estos se podían paliar. Para él lo importante era el mantenimiento de la independencia y el ejercicio pleno de las facultades intelectuales. Su postura se resume, podríamos decir, en una ética o carácter formado para aceptar con sabiduría la vejez, en una atlética para paliar la debilidad del cuerpo y en una dietética para ayudar a la salud. Sin embargo, éste es sólo un lado de la moneda, pues hoy la vejez no es bien valorada en las sociedades actuales, donde reina el culto de la belleza y de la juventud, del ego-body diría Robert Redeker; y, por lo demás, si bien todos sabemos que vamos a envejecer, nadie puede estar seguro del tipo de vejez o de muerte que nos ha de tocar: ambas pueden ser espantosas como decía Norberto Bobbio.
Nada más edificante que terminar este texto con esta anécdota de Umberto Eco, que, por ahora, sirve para reforzar el optimismo ciceroniano. Aparece en su texto póstumo De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera: “En eso pensaba hace unos años, cuando coincidí con Hans Gadamer, ya centenario, que había llegado de lejos para asistir a un congreso y comía con apetito. Le pregunté cómo estaba y me respondió, con una sonrisa algo compungida, que le dolían las piernas. Me dieron ganas de abofetearlo por ese divertido descaro (de hecho, vivió dos años más en buenas condiciones”.