¿Estamos preparados para esa conversación?

«Ser hombre en Colombia no es un orgullo, es un peligro.»


«Hay un momento en la vida en el que uno se hace hombre», en las sociedades patriarcales no escasean estos supuestos que, como los rituales de iniciación en las comunidades primitivas, están ligados a las obligaciones adquiridas, actos violentos o aquellos en los que predomina la fuerza por encima de cualquier argumento. Ser «hombre» en Colombia es hacer parte de una construcción social que no escapa de estos supuestos y otros como la apariencia física, la forma de vestir o la manera de dirigir el comportamiento en sí mismo y en el hogar. Hay una constante e impuesta exigencia por demostrar a sí mismo y a los demás que se «es hombre» a través de acciones que ponen en riesgo la salud física y psíquica, la integridad social, familiar y la vida misma.

Los hombres somos el mayor porcentaje de presos, de asesinados en guerra, hurtos, alcohólicos, drogadictos, suicidas, los preferidos para trabajar en alturas, fuerza o actividades de alto riesgo. Los hombres somos víctimas y victimarios de nosotros mismos, ¿estamos preparados para esta conversación?

El último mes he trabajado como recolector de café, junto a otras personas del campo en las montañas de Colombia, la mayoría hombres que han preferido el trabajo al estudio, pues el primero les ayuda más en la construcción social que se espera de ellos que una educación sin calidad y por esta razón sin garantías. Trabajadores aparentemente incansables que, bajo la lluvia incesante o el sol inclemente, continúan impasibles con su labor.

Hace año y medio recolecté café por primera vez, las instrucciones fueron pocas, sencillas y claras: rojo sí, verde no, cuidado con tumbar hojas, cuidar no romper las ramas, no tumbar el café al suelo, recoger el café que se caiga al suelo. Después de casi ocho horas entre hileras interminables de árboles, bajo un sol ardiente, siendo acechado y  en ocasiones alcanzado por hormigas, mosquitos, zancudos, avispas, tarántulas, hipas, abejas y en el peor de los casos serpientes; con el mayor esfuerzo y dedicación que puede poner un urbanita produciendo para el área rural, logré obtener alrededor de veintitrés kilos de café. A un recolector le pagan según el peso de producción que entrega, en ese momento: seis mil pesos por arroba de café; mi primer día de trabajo obtuve once mil cuarenta pesos colombianos.

Hace unos años, en una ocasión, me pagaron 30 pesos por cada firma recolectada para un político de mala muerte a quien, al final, no le alcanzaron las firmas para ser candidato a la presidencia. Fui el único de mis compañeros y compañeras que consiguió más de 25 firmas, fueron tantas que gané casi cuarenta mil pesos por ese día de trabajo. Necesité motivación y conjurar la mayor capacidad de persuasión para conseguir ese objetivo. Recordando ese evento de mi pasado la siguiente ocasión que estuve frente un cafetal recolectando café, me cargué de motivación, de buena energía y entusiasmo. Al final del día recolecté veinticinco kilos.

Ayer, después de casi año y medio viviendo en el campo, después de aprender que además del entusiasmo también se requiere concentración, respirar, hablar con el arbusto del café, escucharlo, observarlo, darle gracias a Dios por poder estar allí rodeado de toda la vida que sólo Él pudo crear, cantar afinado o igual desafinado pero feliz, gritar con todas las fuerzas de la vida que habita el cuerpo y escuchar la respuesta flotante del eco entre las montañas; que haga sol y mantenerse impasible, que llueva y continuar imperturbable; imperturbable a pesar de todo el pasado que se tiene en los confines de la memoria para remover rodeado de ese silencioso ruido que hay en el campo; a pesar de las picaduras, de arañarse las manos, chuzarse los ojos con las ramas, del constante cambio de postura, de arrastrarse en la tierra o colgarse de las ramas tan altas como astas que llevan en ellas el café ausente en la bandera de Colombia, pero orgullo de todos los colombianos, incluso de los que nunca en su vida han cosechado un solo grano; ausentes colombianos de los cafetales, pero orgullosos del café, ausentes de la vida pero orgullosos de estar vivos; como hombres orgullosos de ser hombres pero que no saben ser humanos; ayer… Logré recolectar ciento trece kilos de café, nueve arrobas, una hazaña que no me hace hombre, pero sí recolector de café.

En Colombia, dado el monocultivo de café, se puede viajar de cosecha en cosecha por todo el país en diferentes épocas del año como recolector. Es un empleo informal del que poco se conoce en una ciudad como Bogotá dónde se puede pasar uno la vida luchando por mantenerse en un empleo de oficina mirando llover por la ventana, una lluvia ácida sobre asfalto poco amable con los vehículos, andenes nada amables con los peatones, sobre personas nada amables las unas con las otras. La mayor parte de recolectores de café son hombres que recolectan entre doscientos, quinientos o más kilos de café al día, sin embargo, al llegar el pago, éste corre tan rápido de sus manos como una serpiente que huye después de picar. Alcohol, juego, drogas, prostitución, entre otros, son los lugares comunes donde va a parar el dinero producto de tanto esfuerzo y no sólo le sucede a los recolectores de café sino a la mayor parte de hombres que son víctima de sí mismos; una tristeza profunda no les permite llorar, porque llorar no es digno de un hombre, a menos que esté borracho. Ser hombre en Colombia no es un orgullo, es un peligro ¿Estamos preparados para esa conversación?

Pdt: #Respect #Respeto a las mujeres recolectoras de café


Edwin Tabima Morales

Aventurero que recorre Colombia en bicicleta con su novia y su perro haciendo arte, llevando color, música, malabares, cuentos y sonrisas a cada rincón. Campesino de ocupación en el marco de la emergencia nacional de salud pública, dadas las limitaciones de movimiento; decide volverse columnista para intentar hacer por el mundo, con sus letras, lo que los viajes han hecho por él: transformarlo.

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