El cambio en la composición demográfica de los países más representativos de Occidente, es evidente desde hace aproximadamente tres decenios, y ha venido acentuándose en los últimos diez años. Una tendencia como la contracción de la población originaria o nativa en los países europeos más populosos, como Alemania, Francia, España y Gran Bretaña, producto del acelerado envejecimiento y del descenso en la tasa de natalidad, ya había sido identificada en 2009 por el Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos como una megatendencia, en el documento Global Trends 2030: Alternative Worlds, un ejercicio de predicción geoestratégica que permite a los agentes del gobierno, poderes federales y actores económicos, prepararse para el futuro.
Europa se ha transformado y, correlativamente al estancamiento o decrecimiento de la población identificada como alemana, francesa, española o británica, viene presentándose un aumento considerable de la población de origen africano, árabe y centroasiático, principalmente. Hoy, más del 5% de los habitantes de la Unión Europea son musulmanes, esto es, casi 30 millones de personas, la mayoría de ellas provenientes de África subsahariana y Medio Oriente, o descendientes de inmigrantes de esas regiones. Se trata de un cambio en principio demográfico, y luego, cultural e identitario. La globalización es una de sus causas, con la consecuente asunción de la diversidad y pluralidad étnica, racial y religiosa, que trae oportunidades y también amenazas.
Hasta hace poco tiempo, Estados Unidos era el único país occidental, y el más grande, que se mantenía étnica y culturalmente homogéneo, al menos en términos relativos. Conocida y aclamada como una nación de inmigrantes (aunque Samuel Huntington plantea que lo es de colonos, antes que de inmigrantes), por atraer a millones de personas de todo el planeta, que buscan trabajar y prosperar económicamente, los Estados Unidos están comenzando a experimentar los mismos desafíos que los europeos han enfrentado ya desde 1980. De acuerdo con los últimos datos publicados por la Oficina Nacional del Censo (National Census Bureau), el país está diversificándose con mayor rapidez de la que anticipaban las proyecciones de organismos federales y centros de pensamiento particulares: En el censo más reciente, cuatro de cada diez estadounidenses se identifican con un grupo étnico o racial diferente al blanco, lo que cuenta por alrededor del 40% de los trescientos treinta y dos millones de habitantes de ese país. Entre los años 2000 y 2020, la población considerada como blanca (de origen anglosajón o angloprotestante) pasó del 70 al 60%, mientras que la hispana o latina fue, entre los grupos minoritarios, la de mayor crecimiento, yendo del 12,6 al 18,5%.
Doscientos treinta años después de que el jurista John Jay, primer presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, distinguiera los seis componentes definitorios de la identidad estadounidense: Ascendencia, lengua, religión, principios del gobierno, usos y costumbres, y experiencia de guerra, la mayor parte de ellos han dejado de existir o han dejado de ocupar un lugar prominente en la cultura del país. El Inglés y los valores protestantes y cristianos en general, siguen siendo articuladores del modo de vida, las instituciones y la ética del trabajo, pero es un hecho que el universo de lenguas, religiones y etnias que la inmigración masiva llevó a los Estados Unidos, han modificado y diversificado enormemente a esa sociedad. Sin embargo, ésta puede ser una oportunidad de oro para impulsar más su grandeza en el siglo XXI.
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