El periodismo, que nació como una posibilidad de la utopía ilustrada, al servicio del pensamiento y de los seres más castigados por las opresiones políticas y económicas; el periodismo, que nació contra la servidumbre voluntaria y como un resultado lúcido de la libertad humana, está hoy convertido en espectáculo barato y en adulador del poder. Estoy hablando de ese periodismo que no revela, sino que oculta.
Hace poco leí una “carta a un joven periodista”, escrita por un reportero español, en la que decía, entre otras cosas, que por las extrañas intervenciones de las multinacionales en los medios de comunicación, “muchos periodistas de hoy se han convertido de entrevistadores en entrevistados, de reporteros en protagonistas, de investigadores en investigados, de denunciantes en denunciados, de fotógrafos en fotografiados, de libertarios en inquisidores, de bohemios en yuppies, de pobres en ricos, de víctimas en verdugos, de cazadores en cazados, de ignorados en famosos. Se fichan periodistas como si de una estrella de fútbol se tratara”.
Parece una visión catastrofista o apocalíptica, pero está ligada a la transmutación contemporánea del periodismo en asuntos de farándula y de estrellatos “hollywoodescos”. Con la conversión de esta disciplina humanística en hamburguesería, se está perdiendo su esencia de defensora de las libertades públicas y de creadora de disensos y reflexiones, y de ese modo asistimos a la degradación del oficio.
Hace algunos años, escribí una nota titulada “Periodismo de bufones” para el periódico estudiantil Contexto, de la UPB. En ella recordaba la diatriba de Honorato de Balzac, que decía: “Si el periodismo no existiera, no habría necesidad de inventarlo”. Y las palabras del escritor francés, autor de La comedia humana, cobran vigencia cuando nos asomamos al permanente hastío que producen los medios masivos de información. Están más para complacer a los anunciadores y poco o nada al servicio de los consumidores; más para acolitar o maquillar las tropelías del poder, que para cuestionarlas.
El periodista ilustrado parece pertenecer hoy a un pasado remoto. Quién iba a creer que lo planteado por Chaplin en su filme Tiempos modernos, se iba a recrear en los medios de comunicación. Se “taylorizó” el periodismo. Convertidos en fábricas de noticias, periódicos, radioperiódicos y telediarios aspiran a ganar audiencias y lectores a base de frivolidades y estulticias. La feria de las vanidades y de la bobada le ha robado espacios al pensamiento. No se aportan elementos de interpretación, hace rato se acabó el periodismo explicativo, y mucho menos se ofrecen las posibilidades para que la gente, informándose, sea capaz de criticar por sí misma y de formarse una opinión independiente.
En los últimos tiempos, en Colombia los medios parecen más una prolongación de las oficinas gubernamentales de prensa que órganos al servicio del ciudadano, y en particular de aquel que es víctima de la economía y de la política y de otros flagelos.
En estos medios, que a veces dan la impresión de ser hechos por idiotas con el fin de idiotizar más a la gente, no hay cabida para la narración de la vida cotidiana, la crónica de las resistencias populares, los afanes del ama de casa que se ve a gatas para la consecución de un mercado digno, ni para el sudor de los pocos que cuentan con trabajo, incluidos los de los semáforos, que según ciertas estadísticas oficiales gozan de pleno empleo. Y lo más triste es que no sólo se dedica la mayoría de espacios a la difusión de las “verdades” del poder, sino que se margina aquello que, según ciertos editores y dueños de medios, no vende, no da platica. Para qué dedicar espacio a la tragedia del desplazado, o a la cultura popular, aquella que todavía no ha sido contaminada por la vulgaridad y la chabacanería. Los medios, estos a los que me refiero, ejercen otra manera de la prostitución.
Cuando este oficio que dignificaron reporteros como Kapuscinski, John Reed, Indro Montanelli, García Márquez, Tomás Eloy Martínez y otros más, y que fue calificado, tal vez con exceso de generosidad, por Albert Camus como “el más hermoso del mundo”; digo que cuando este oficio que hoy envilecen muchos medios se torna propaganda, se vuelve agenda oficial y se queda sin paisajes, entonces podemos decir que Balzac tenía razón. Un periodismo que no aporte a la cultura, que no estremezca ni estimule la inteligencia, que se quede solo en registros notariales, que no provoque gritos ni sea capaz de proferir alguna maldición, es escoria, es periodismo desechable.
Borges, que decía que casi todo lo que sale en la prensa es material para el olvido, advertía que no leía periódicos porque, para él, la última gran noticia había sido la del Descubrimiento de América. Y a lo mejor tenía razón. Porque puede ser más saludable leer libros, o dar un paseo por el barrio mientras los noticiarios vomitan su basura, o irse a un café a departir con amigos. Los medios ocultan más de lo que revelan. El mundo, como decía alguien, no cabe en los esquemas, y nada más esquemático y pobre que la mayoría de medios informativos del país. El drama de vivir, o el goce por la existencia, no se pueden expresar en una hora de tonterías de un noticiario de televisión. Los periódicos, por ejemplo, olvidaron la creatividad, la imaginación. Apelan a los lugares comunes, a la pobreza lingüística, a lo incoloro e insaboro. Pura pereza mental. Es como si todo fuera dirigido a retrasados mentales. Pero qué importa. Si los anunciadores están contentos y pautan. Y si, además, el Príncipe manda saludos a los dueños y directores de los medios, todo está bien. Para qué desgastarse en investigaciones profundas y en historias bien escritas, si de todos modos, lo que se vende es lo trivial, lo light. Para qué poner a pensar a la gente, si pensar es peligroso y además puede ocasionar un derrame cerebral.
Se puede decir, entonces, que el periodismo -pobre Camus- no es el oficio más hermoso del mundo, sino el más degradado. No es para despertar sentidos críticos ni para llamar a las cosas por su nombre, sino para complacer a los poderes y embobar a la mayoría. Melancólico destino el del periodismo que en sus ancestros estuvo vinculado a la razón, a lo intelectual, al escepticismo frente a los señuelos del poder. El periodismo, cuando está bien hecho, debe ser caja de resonancia de todas las fuerzas de la sociedad, pero en particular de aquellas que hacen parte del amargo ejército de los vencidos, de los descamisados, de las víctimas de las injusticias sociales.
Hay que reinventar el periodismo. Quizá corresponda a las nuevas generaciones el reto de darle otra vez la estatura ética, estética e intelectual a un oficio que nació en medio de las fragorosas disputas por establecer la igualdad, la libertad y la fraternidad entre los hombres. En medio de este apocalipsis, el llamado para todos, en especial para los jóvenes estudiantes de periodismo, es que vuelvan a soñar con hacer de este oficio el más hermoso del mundo.