Preocupa la pobreza conceptual que se vive en nuestro tiempo, especialmente en materia de filosofía política. Estamos ante un momento contingente, decrepito. Diría más, ignoto, ya que categorías como “neoliberalismo”, “neofascismo”, “neomarxismo”, etcétera, se tornan improcedentes cuando no anticuadas para los tiempos que corren. Tampoco está demasiado justificado hoy por hoy hablar de “izquierdas” o “derechas” como les gusta a muchos discursos nostálgicos. Urge repensarlo todo. En definitiva, estamos transitando una época de desorientación donde en medio de la vacuidad el retorno a la escena principal de las religiones tradicionales no es un detalle menor. Para traer un poco más de luz sobre el asunto pasemos a considerar lo siguiente.
El siglo pasado fue un siglo que presentó ideologías “políticas fuertes” y bastante bien definidas, como el socialismo, el fascismo y el liberalismo. En contraposición vemos también que fue una etapa donde se observó la presencia de “religiones débiles”, electicas, subculturales. Fue la edad que mejor vislumbró la profecía de Friedrich Nietzsche sobre “la muerte de Dios”. La contracultura, la “New Age”, la mezcolanza entre Oriente y Occidente, la búsqueda de maestros espirituales dentro de sectas de todo tipo creó un marco de liquidez y de idealismo infundado que creció exponencialmente. Fue lo que Regis Debray llamó “religión a la carta”. Todo esto resultó funcional a los liberalismos de turno para despolitizar a las masas y evitar alineamientos con los alegatos comunistas.
Sin embargo, después del desmembramiento de la Unión Soviética las cosas parecen haberse invertido. Eliminado el bloque del Este, con la inestimable ayuda de Karol Wojtyla (papa Juan Pablo II), el capitalismo triunfante comenzó a mirar con recelo a otro enemigo: el Islam. Según Samuel Huntington las nuevas oposiciones ahora ya no serían ideológicas, como lo fueron durante la Guerra Fría, sino civilizatorias.
Tras el atentado a las Torres Gemelas el mismo Georges W. Bush hijo, fanático religioso y alcohólico recuperado gracias al apoyo de su grupo evangélico dijo: “sabemos que Dios no permanece neutral en este conflicto”. El Dios judeocristiano se levantaría con sus ejércitos en venganza sobre el Dios islámico.
Mientras que las viejas deidades del mito eran fortalecidas en las diatribas transcoloniales -y muy especialmente las configuraciones monoteístas- las bases sustentables de ideas políticas concretas se derrumbaron junto con el Muro. El milenio inauguraba en la reciente escena a un conjunto de regímenes débiles, de masas apáticas y, justamente por dicha razón, de religiones notablemente restituidas. Es indudablemente una de las características principales del “fin de la historia”. Los credos gubernamentales necesitan de la historia para justificar su existencia. Las religiones ancestrales, en cambio, requieren que la misma sea dada por terminada para que se cumpla su esperanza de retornar al paraíso mítico intemporal.
Ante lo expuesto, ¿cómo son entonces los recientes entramados estatales teóricos en nuestro tiempo? ¿Cómo se puede articular un lenguaje para que los pensemos desde nuestras perspectivas categoriales?
El mundo antiguo y medieval estuvo dominado por sistemas que implicaba “Estados trascendentes”. El rey o era un dios encarnado o estaba puesto por él. Así fue en Mesopotamia, Egipto e Israel. Grecia, en cambio, rompe con esta lógica y logra -aunque por muy poco tiempo-, en una primitiva democracia imponer la nueva teoría “política inmanente”. Es decir que era el pueblo desde dentro aquel que se gobernaba a si mismo sin la ayuda de nada que fuese sobrenatural, solo con la finita razón humana. Antonio Negri desarrolló interesantes teorías acerca de la propuesta de Baruj Spinoza y las democracias como estadios inherentes que, por razones de espacio, no es posible desarrollar aquí. Pero en la búsqueda actual la imperiosa necesidad de encontrar fundamentos alcanzó sin duda a la política e hizo que fuera posible pensarla ahora en clave religiosa disfrazada de secularidad.
Dentro del desconcertante panorama actual llamamos entonces “políticas trascendentes” a aquellas que ostentan un líder sociopático, que enamora a las masas y “zombifica” a sus seguidores, cuyo principal objetivo es prometer un sentido supremo anulando su forma de pensar, unificando su homilía para llevarlos a su propia perdición. Estos líderes con características trascendentes son vistos como “deidades” o agentes mesiánicos incontestables y eternos, que presentan la dificultad de no crear consensos y de no legar su poder. Aunque pueden cohabitar en sistemas democráticos a menudo permanecen al borde de la República y, en ocasiones, intentan romper el orden establecido para sostener y alimentar la ilusión de sus tropas. Son, sin ninguna duda, de espíritu despótico.
Las monarquías absolutas, los imperialismos personalistas, asimismo los totalitarismos o las dictaduras como Irán, China o Corea del Norte son ejemplos claros de ello. Por otra parte, los populismos de derecha o los progresismos de izquierda, sea el nazismo o los soviets (que incluye a los ensayos latinoamericanos como la quijotada cubana o los mal llamados “Socialismos del siglo XXI”), son evidencias obvias de andamiajes de dominación trascendente. Sus líderes son habitualmente deificados, “momificados”, se levantan mausoleos donde se les rinde culto, se crean mitos, se vuelven íconos simbólicos de luchas y levantamientos que, con frecuencia, sostienen a grupos de choque dispuestos a matar o a morir por su fe constituyendo un verdadero panteón de mártires.
En cierto modo, lo opuesto a esta configuración son los Estados inmanentes como las democracias teóricas que surgieron en el seno de la Ilustración, los armados republicanos de división de poderes, los ideales de la libertad, de la igualdad entre los hombres, todos ellos son faros que, aunque rara vez se cumplan según la letra, ostentan modelos de justicia democrática y, lo más importante, sirven de límite para que no avancen los absolutismos.
Aspiro que lo tratado posiblemente dé algún norte en el marco de la confusión que estamos viviendo. Pero lo más importante es no perder la capacidad crítica. En suma: más que hablar en las narrativas errátiles que nos circundan sería mejor pensar en términos de disposiciones inmanentes o, por el contrario, trascendentes, que serían, creo, más apropiadas para reflexionar un lugar donde lo irracional, lo contingente y lo indiferente conviven con las necesidades de certezas religiosas y de caudillos redentores.
Comentar