Hace varios meses me encontré con un gamín que le estaba pidiendo plata a una señora con dos niños pequeños. Tenía los ojos perdidos por el bazuco y la piel negra del mugre. La mujer estaba contra un muro y le estaban apuntando con un dedo grasoso mientras los niños miraban curiosos, los peatones aceleraban el paso y la mujer se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Yo me le paré al lado, más por idiota que por ganas reales de hacerme el héroe y el tipo me reviró con un “¿Entonces qué, Superman?.” Y me tiró el cuerpo encima.
Salí corriendo diez o quince pasos con el corazón desbocado y volví a mirar para atrás: el gamín me miró con rabia un momento y prosiguió con su movimiento insistente de dedo a la mamá. Me quede paralizadó. Pero al final, el hombre perdió el interés en la señora y siguió caminando. La señora entró a un edificio sin volverse a mirarme. La escena era una de las grandes fantasías de mi infancia hecha pedazos. En esas yo sabía mandarle una patada al peligroso infractor de la ley, lo noqueaba y la señora se derrumbaba en lágrimas extasiada por mi virtud. Estoy también seguro que casi todos los niños debieron haber soñado lo mismo.
El inmoral infractor, la brutal violencia que se merece y la recompensa anhelada. Hollywood, al final, es la mayor universidad del mundo. Incluso cuando el hombre ya se había ido trastabillando entre la masa humana de la sesenta y cinco no me basto dejarlo ser. Me acerqué a un celador de metro ochenta y el arma mortal cruzada en el pecho y le alcancé a balbucear en el lenguaje del sapo unas palabras torpes. Creo que ni me miró.
Me fui temblando para mi casa. Porque esa vez pude haber sido yo el héroe, haber hecho un cambio en esta ciudad en que pican gente y la vida no vale nada, ayudar a que la mujer se sintiera menos sola, enseñarle a los niños que el mundo estaba lleno de buenas personas. O me pude haber muerto y entonces nombrarían esa calle en mi honor y en el de todos los ciudadanos de bien. Bajando el puente de la calle Colombia, a unas dos cuadras de mi casa vive un man con un ojo azul y el otro cerrado, la cuenca vacía misericordiosamente lejana de los oficinistas de Surámericana que pasan por ahí. Me pedía plata en un vaso de plástico para aguardiente.
En el ojo azul que le queda ya no había rastro de prejuicios o sustos. De pronto la alegría ocasional de los parceros que le quedan vivos o del pase. Me rebusqué en los bolsillos temblando pero ya no tengo plata. Federico Gutiérrez, por el que estadísticamente es muy probable que haya sido elegido por la madre atracada. (O por mí) Dijo que no quería más zonas de confort para la criminalidad. Que quienes deben sentirse seguros son los ciudadanos y no los criminales. ¿Cómo sería la escena si él hubiese sido el atracado? ¿un escolta le hubiese pegado un tiro al gamín? ¿los hijos de Gutiérrez lo mirarían todo con la mirada vacía? Esa noche nadie se acordaría de él. Los amigos lo mentarían cuando no lo vuelvan a ver más, uno menos de las más de tres mil personas en esta ciudad que no pagan impuestos, no eligen alcaldes, aterran mamás y me hacen correr.
Seguro que si mañana paso por el puente va a estar el Tuerto con la mirada fija en mí. Puede que si tengo suerte lo vea conversando o alegando a grito pelado con el atracador de mamás ¿será que ahí les daré plata? ¿ o saludo? ¿o qué o qué? ¿Entonces qué, Superman?
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