La misma semana en que la Contraloría General de la República imputó a 28 personas naturales y jurídicas por su supuesta responsabilidad en “una larga cadena de errores” en la planeación, diseño, ejecución y control del Proyecto Hidroituango que habría ocasionado un detrimento de 4.1 billones de pesos, el Congreso de Colombia aprobó el presupuesto de regalías para los próximos dos años: 17.3 billones de pesos, 1.9 menos que para la vigencia anterior. Mientras la discusión pública sobre la primera cuestión se ha centrado en si hubo corrupción de los involucrados (entre ellos 10 miembros de la Junta Directiva de Hidroituango, 2 Gerentes de EPM, 2 Gerentes de Hidroituango, 1 Gerente de la filial EPM-Ituango, 2 exalcaldes de Medellín y 2 exgobernadores de Antioquia –uno aspirante a ser Presidente-), el debate sobre lo segundo se ha enfocado en la distribución de los recursos de regalías por regiones y por rubros y, como es usual, en la vieja controversia entre la nación y los departamentos y municipios por el manejo de dineros producidos por la explotación de recursos naturales no renovables.
Estas controversias son saludables. Es impensable que la ciudadanía y la clase política callen cuando billones del patrimonio de todos los colombianos están en juego. Al contrario, su contradicción es necesaria para el fortalecimiento de nuestra democracia y la administración eficiente de lo público. Pero el denominador común que une a Hidroituango y las fuentes de regalías, el asunto fundamental que subyace a ambas materias y que es una preocupación global y será, como lo fue en 2018, un tema de primer orden en la campaña de 2022 para llegar a la Casa de Nariño, sigue sin abordarse a profundidad: la urgencia de generar energía limpia sin dejar de ser competitivos.
El cambio climático es un hecho tozudo. La mayor vulnerabilidad de Colombia está bien documentada y ningún sector político serio la desmiente. Colombia tiene extensos litorales en el Atlántico y el Pacífico y se sabe que las poblaciones costeras son más frágiles ante aumentos del nivel del mar, y la mayoría de colombianos vivimos en el Caribe y a lo largo de la Cordillera de los Andes, cuya juventud facilita deslizamientos de tierra, muchos fatales. Colombia tiene una riqueza natural inconmensurable que le ha valido el calificativo de país megadiverso. Y Colombia se ha obligado por los principales instrumentos jurídicos internacionales que reflejan el consenso de la humanidad sobre los imperativos de adaptarse al cambio climático y mitigar sus efectos, el más importante de los cuales es la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, conocida como Acuerdo de París, cuyo propósito medular es mantener el aumento de la temperatura planetaria por debajo de 2º C y aunar esfuerzos para que el calentamiento no supere los 1.5º C.
Sin embargo, como no renunciamos (y, agrego yo, no debemos renunciar) al progreso, como nuestra respuesta ante el calentamiento de La Tierra no puede ser renunciar a la industrialización pendiente, la necesidad de generar la mayor cantidad de energía se mantiene. El reto es lograrlo con la menor emisión posible de gases de efecto invernadero. Esto no se logra abrazando visiones fatalistas o posturas románticas que parecen idealizar la vida primitiva y demonizar los avances técnicos de nuestra especie. El desafío se vence, primero, reconociendo, a pesar de la tendencia, que la intensidad del uso del carbono en el mundo viene disminuyendo durante medio siglo; segundo, admitiendo, por tanto, que crecimiento económico no equivale a mayor combustión; tercero, aceptando que el desarrollo científico y tecnológico no son enemigos de la naturaleza sino medios para disminuir nuestra huella de carbono; cuarto, siendo conscientes que en la generación de energía hay costos que condicionan la toma de decisiones; y, quinto, confesándonos algo quizás impopular: la energía atómica o nuclear es la fuente de energía más abundante y segura y la menos costosa y contaminante.
Es cierto que la tecnología nuclear, como nos lo han enseñado los desastres de Chernóbil y Fukuyama, trae riesgos. Pero no hay actividad humana que no los tenga. La vida misma, finita, conlleva el riesgo de la inexorable e infinita muerte. Mas es mediocre o ingenuo apostarle a la superación de los combustibles fósiles y la generación de riqueza, a un desarrollo económico profundo que soporte el bienestar humano sin incrementar la polución, cuando no se pone sobre la mesa la posibilidad de generar energía a partir del átomo. Las energías eólica y solar son limpias, pero tremendamente costosas y aún insignificantes en el total de la matriz energética mundial (1.5% en 2018), y las hidroeléctricas enfrentan cada vez más contradictores por los cambios en los ecosistemas, la sedimentación que conlleva el represamiento de cauces de agua y, en ocasiones, el desplazamiento de población.
Que haya claridad sobre los manejos dados al Proyecto Hidroituango, orgullo de Antioquia para Colombia, y que las regalías sean distribuidas con justicia y empleadas de la forma más inteligente. Pero que los árboles no nos impidan ver el bosque, que no nos impidan elevar la apuesta y emprender caminos más ambiciosos en la generación de energía limpia para el desarrollo.
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