Lo que ocurre en Venezuela es la sumatoria de todos los vacíos que puede padecer un régimen democrático. La democracia es, de lejos, la mejor forma de gobierno, pero ello no significa que sea perfecta. Lo que ha ocurrido con posterioridad al cierre de la jornada electoral y el inicio de los comicios es la versión tropical de una pantomima que anula la misma democracia. La democracia es una forma de gobierno en la que la voluntad popular es vinculante y se expresa conforme a la sujeción estricta de unas reglas de juego institucionalmente establecidas. Esta exigencia institucional de la expresión popular no anula la revuelta ciudadana, pero la concibe como la expresión más básica de las formas democráticas posibles porque no ocurre en ella lo que contiene el sentido moderno del derecho y la política que es la superación de la violencia. Las revueltas oscilan entre la fuerza constituyente originaria de todo orden estatal y la desproporción operativa de vándalos y bandidos. Por eso se exige la institucionalidad: unas reglas de juego que permitan dirimir las tensiones y luchas que ocurren en el acceso al poder. Esas reglas de juego no han tenido lugar en el proceso venezolano. Lo que mal empieza, mal termina. Empezó mal cuando se eliminó a María Corina del partidor electoral; cuando se fijaron restricciones para que un altísimo número de venezolanos radicados fuera de su patria no pudieran acceder a las urnas y cuando se extinguió la observación electoral internacional. Sin contendores, sin garantías, sin límites y sin testigos neutros era previsible que el Consejo Nacional Electoral anunciara que el presidente candidato Nicolás Maduro era el presidente electo y vencedor de la contienda electoral.
Una vez más, y como ocurre siempre con el desahuciado derecho internacional: se pronuncia cuando ya se ha derramado la leche. Los reproches ocurridos después de la jornada electoral de algunos mandatarios son oportunistas e inútiles porque ya la suerte estaba echada y la democracia venezolana estaba condenada a muerte. Debió impedirse que fueran a las urnas. Porque no había garantías y porque no estaban los que debían estar. Habiendo ido a las urnas solo queda aceptar lo establecido en la voz del Consejo Nacional Electoral. Una voz tibia, cómplice y escurridiza. En una democracia debe haber lugar para la incertidumbre que posibilite la alternancia del poder entre diferentes propuestas políticas. En ese acceso al poder no todos tienen lugar; por eso es indispensable que el juez electoral no sea un brazo político del régimen. Su condición de guardián de la democracia exige visibilizar la voz mayoritaria del pueblo que decide a quien quiere obedecer. Sin autonomía del órgano electoral hubo elecciones pero no democracia.
Comentar