El uno y el otro: Una carta de amor

“Cada paso dado hacia el otro es quedar un paso más lejos de él. Hablarle sería reducirle a mis palabras; tocarle, aprisionarle en los estrechos márgenes del “yo”. Ni siquiera verle es una opción. Así arrancase mis ojos, no podría verle más allá de mi ceguera. La convivencia es siempre conflictiva y las relaciones juegos de poder, del establecimiento de amos y esclavos.”


El gran truco del maestro de la ilusión es hacernos creer libres sólo porque las cadenas no aprietan lo suficiente. Sadomasoquista es la carne instintiva que da sus alas, sus manos, su corazón, a cambio de su estómago, de su sexo. El ser humano ha decidido extraviarse por senderos oscuros y enrevesados, y en medio del barranco construir su propio hogar. Progresa, investiga, desarrolla, cosas grandes, cosas pequeñas, pero todas cosas que le socavan desde adentro. Su propósito actual es insólito y su meta de convertirse en un gran inútil sentimental es tan espectacular como esperpéntica. El ser humano es un ser perdido entre la bruma impenetrable de la realidad, encerrado en una habitación de puertas abiertas, y asfixiado en su náusea.

Náusea: Incapacidad de procesar la realidad, de digerir la necedad infantil del mundo, de digerirse como participante paciente de la necedad, de asimilar la impotencia propia de siquiera ser capaz de rascar las negras manchas del alma. Ingenuidad, pura ingenuidad. El alma no es un manto puro que la tierra rasgue hasta el andrajo, sino, más bien, la morada de la divinidad llena de demonios por exorcizar. O se hace de la vida una misa negra o se vomita hasta las vísceras en la catarsis inacabada del vivir. Salir ileso no es nunca una opción.

La silueta del desespero forma la existencia, y esa condición de arrojado se proyecta como un escupitajo sobre los otros y lo otro. El Catecismo claramente define al hombre como un ser esencialmente religioso, pero qué perdimos y a qué nos buscamos religar con tanto afán como para enajenar nuestra voluntad en la crónica desordenada del mundo. Afuera qué, afuera quién. El mundo es una licuadora que espera con paciencia la caída hacia el baile de las hojas; la realidad, el fondo de una foto hecha por una cámara defectuosa; el otro, el calor que deseamos para sí, el frío que siempre nos acompaña.

Hay dos condiciones ineludibles sobre la soledad, y es que nadie puede estar con nadie, y nadie puede hacer realmente nada por nadie. Cada paso dado hacia el otro es quedar un paso más lejos de él. Hablarle sería reducirle a mis palabras; tocarle, aprisionarle en los estrechos márgenes del “yo”. Ni siquiera verle es una opción. Así arrancase mis ojos, no podría verle más allá de mi ceguera. La convivencia es siempre conflictiva y las relaciones juegos de poder, del establecimiento de amos y esclavos. Siempre será muy agradable tener a quién patear, así como siempre será muy cómodo recoger las vestiduras de Eichmann y declarar que “sólo seguía órdenes”.

La búsqueda de sentido debe dejar de vagar fuera de sí. El individuo, su construcción, su desarrollo: ese debe ser el objetivo, la religión, o siendo más preciso, la experiencia mística del hombre reunido con el ermitaño que se esconde dentro de él. No podemos seguir buscando en lo externo aquello que siempre late y se enerva, se retuerce y se curva por dentro. Las entrañas de cada uno son hondas y cenagosas, las verdades más íntimas salen desnudas y gritando desde el fondo del pozo, y es inevitable caer en el horror que proclaman en algún momento, a veces con resultados fatales, aunque siempre necesarios. Si algo de verdad cabe en el mensaje de Aiwass. la ley del Thelema, la ley de la voluntad individual descubierta bajo los artificios del ego ha de ser el signo espiritual de esta época.

Pensar en el otro es un discurso populista, siempre que esté desligado del interés privado. Ese otro lejano, inaccesible, conflictivo, pero siempre añorado, extrañado, no puede ser más que entendido a través del reconocimiento de su necesidad dentro del desarrollo de la individualidad. Allá, en el fondo de las pupilas húmedas de un líder social, yace la herida íntima que llama a la sanación propia a través de luchas ajenas. Pero no más Cristos en la cruz, no más filósofos paladeando la cicuta, que no corra más sangre prestada en nombre de un amor puramente desinteresado. Revélese el truco sin más y entiéndase por fin el bienestar del otro como el bienestar propio, y el funcionamiento social como el resultado de las necesidades individuales y no el esfuerzo de un supuesto colectivo que en muchos casos parece incluso anteceder al concreto, al orgánico, al mortal y, por tanto, bello, siempre bello, Yo.


Todas las columnas del autor en este enlace: Juan Fernando Gallego Barbier

Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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