Si bien no es posible dar aquí una definición exhaustiva de lo qué es el sujeto, sería algo así como el agente que está ligado a sus acciones siendo el “causante” y el responsable de ellas mediante su cuerpo, sus emociones, su razonamiento y su voluntad.
Aunque el sujeto siempre “es” (a menos que se encuentre muerto, en cuyo caso sería un “objeto”), puede perder dicha percepción y, junto con ello, no tener la debida consciencia de sus actividades. Lo que pone de manifiesto que para ser “sujeto” debería haber un fundamento previo (“subyectum” o “lo que está debajo”) que oriente y reordene las búsquedas vitales con todos los valores que ello implica.
Más allá de lo expuesto, estamos en condiciones de afirmar que este cimiento no necesariamente consiste en alguna teoría espiritualista, aunque puede incluirla, sino que su esencia se articula a través de principios perennes, siendo su olvido un riesgo para las fuerzas morales que lo integran.
Durante el siglo pasado, después del traumático dechado que dejaron las grandes guerras, la idea del “cogito” cartesiano como aquel que tenía una razón deontológica en el mundo comenzó a decaer llevando a la angustia y al nihilismo (1).
El regreso a las fórmulas existencialistas ya exploradas por la literatura rusa durante el siglo XIX, como en la obra de Fiódor Dostoievski o Antón Chéjov, o en pensadores como Soren Kierkegaard, Arthur Schopenhauer o Friedrich Nietzsche fueron hasta cierto punto esperables: la pulsión de muerte, la destrucción a escalas inimaginables, la miseria y el dolor condenaron al ser, quizás más que en cualquier otra época a plantearse preguntas acerca del hombre y de lo absurdo de la finitud.
Cuando salieron a la luz los crímenes del régimen nazi, al ver las fotografías y filmaciones de los crematorios, de decenas de cadáveres famélicos amontonados arrojados en bosques estériles se interpeló acerca de la condición humana y su degradación. ¿En verdad hay un sujeto punible por semejante horror? ¿Existe Dios? En caso de contestar afirmativamente, ¿por qué permitió Auschwitz o Hiroshima y Nagasaki?
Es aquí que la filosofía de Jean-Paul Sartre, entre otros, adquirió relevancia y fue, en buena medida, un sello distintivo de los tiempos líquidos que se avecinaban. En “El ser y la nada” resume, palabras más palabras menos, la siguiente cuestión: ¿Qué es el ser? El ser es todo lo que somos a través de la suma de nuestras decisiones, lo que hemos elegido hacer con nuestras vidas hasta el momento. El ser es lo que escojo ser. Soy mi decreto. Por ello en el presente no hay nada, solo libertad aterradora, solo posibilidad arrojada a un futuro donde entre miles de posibles está lo inevitable, la muerte como desaparición total.
Para Sartre “la existencia precede a la esencia”. No hay ningún significado dado previamente al hombre concreto, no hay soporte ni naturaleza, sino que este debe construirse, debe forjarse a sí mismo un “ontos” a través de sus resoluciones. Esta coyuntura no es un asunto menor, porque no solo define el sentido o el sinsentido de haber nacido, sino también pone en tela de juicio la universalidad axiológica.
En resumen, el tema capital consiste en saber si el mal “es”, o si se va desarrollando mediante actos libres. Si el mal “es” entonces debe haber un sujeto que lo encarne, por lo cual hay un responsable; ahora bien, si el mal “no es” sino que se despliega en situación el sujeto se pierde y el autor se diluye.
Este problema se ve claramente en otra de las obras cumbres de Sartre, “San Genet. Comediante y mártir” donde, por intermedio del psicoanálisis y de la intuición de la experiencia religiosa indaga en cómo este personaje marginal, ignorado y ultrajado por todos decide realizar su primer delito. A través de su elección libre Jean Genet es definido como ladrón, y lo maléfico, se transforma en una especie de camino espiritual para alcanzar a un ser negado; ese acto arquetípico, mítico, es transformado en un ritual de repetición gracias a la reincidencia en el crimen para darse una identidad. Genet no es malo, concluye Sartre, llega a ser malo como víctima de las circunstancias, lo que se ve en dicho razonamiento una apología encubierta del desafuero.
Anteriormente, el escritor Roberto Arlt ya exponía la dificultad en su novela “Los siete locos” y en su continuación, “Los lanzallamas”. La trama retrata la situación de inestabilidad política conspirativa que vivía la Argentina cercano al golpe de estado a Hipólito Yrigoyen en 1930. Remo Erdosain, el protagonista, un individuo despreciado y que a su vez se desprecia, solo parece ser valorado por el Astrólogo, el líder de una sociedad secreta que quiere destruir el sistema, quién ve en él su sustancia y potencia asesina. El grupo como entidad amoral le confiere a Erdosain la ontología que el bien le niega, confía en su fibra monstruosa, exterminadora, en su talento para matar. Eso lo determina. Le da ser. Empero, a diferencia de Genet, Erdosain ya era malo por propiedad y luego llega a serlo “en acto”.
Por dicha causa vemos que en la propuesta de Sartre el ser se define por una ética ambigua, errátil, que no posee un imperativo categórico. En cambio, en la novela de Arlt hay un carácter previo, aunque no condicionado. Lo que nos muestra a todas luces el dilema que padece una sociedad que aún no pudo superar el desmembramiento de la ilustración, asimismo los horrores de la guerra, la depresión económica y el desamparo, y, sobre todo, que debía responder a la cuestión de si el nazismo era perverso por naturaleza o si el régimen se dio a sí mismo el mal a través de sus acciones.
Sin embargo, si revertimos la fórmula sartreana y proponemos que “la esencia precede a la existencia” podríamos ensayar una probable respuesta, así recuperaríamos el pensamiento ilustrado y el sujeto reconstituido podría entonces ser leído desde una nueva perspectiva con la capacidad de realizar su significado responsablemente.
No obstante, si el sujeto es “a priori” su meta ahora, o sea, su sentido, consistiría en buscar a ese ser escondido y realizarlo, lo que pondría bases morales con las cuales resguardarse de la ontología del mal. El ser sería algo originario, y el encontrarlo permitiría una dirección distinta al sentido de muerte.
Según José Ingenieros el hombre moral “piensa como debe, dice como sabe y obra como quiere”. Así el ser, una vez hallado decantaría en la consciencia de vivir, no para morir (aunque esto es inevitable) sino para entender la vida para la vida, para cuidarla.
En conclusión, queda abierta la posibilidad para un pensar distinto: de revertir el “Dasein” heideggeriano y recuperar el sujeto ilustrado, de ello depende nada menos que la recomposición de los valores fundamentales como el bien, la verdad, la libertad, la dignidad, el cuidado del mundo y de todos sus imperativos, aquellos que Nietzsche y los posmodernos defenestraron y que hoy tanta falta nos hace.
(1) La decadencia del concepto del sujeto cartesiano ya se vislumbraba desde la segunda mitad del siglo XIX. Consideremos el postulado de Sigmund Freud acerca del inconsciente, ahora el hombre no sería solo razón, sino que también sería impulso ciego, instinto. Asimismo, el descubrimiento de la cadena de ADN en 1869 a partir de los trabajos de Friedrich Miescher. Esto último fue determinante, lo que colocó al cuerpo biológico como nuevo sujeto positivo. Pero hoy, el cuerpo y sus funciones vitales están siendo dejados de lado por la desmaterialización imperante de un ser que cada día se virtualiza más por medio de las redes digitales.
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