Uno de los libros más vendidos y traducidos en el mundo es «El Principito». Es aventajado por un par de obras más, pero quizás goza de mayor fortuna al ser más leído que sus contrincantes. Su brevedad lo hace más atractivo para todo aquel que quiera empezar a leer literatura. No representa un esfuerzo superlativo como leer Don Quijote de la Mancha ni las complejidades que puede ofrecernos la Biblia. Pero esa brevedad, que no debe confundirse con simpleza, está diseñada para una constante relectura. Como obra que emula la literatura infantil busca que el lector sea feliz pasando una y otra vez las mismas hojas. Se trata de un placer que no se basa en la novedad sino en la capacidad de volver… a ver. No es un ejercicio automático, sino de atención para percibir lo diferente.
La obra de Exupéry es también una de las vainas más citadas en internet, por lo que muchos ya lo habrán leído, aún, sin leerlo. La mayoría de personas sabemos quién es el zorro, la rosa, el aviador, el cordero. Se puede no ubicar la constelación orión, ni saber que es Virgo o ser indiferente a Andrómeda, pero todos saben que allá a lo lejos hay un asteroide llamado B-612 donde un pequeño príncipe cuida de tres volcanes y está siempre atento ante las amenazas de que crezca un baobab.
Esa posibilidad de masificarse, de ser compartido, le dota de una experiencia bella y auténtica. El riesgo, diría yo, de ese leer sin leer, de la masificación per se, es que termina adecuando la obra a lo que ella busca destruir. Y el caso más idóneo es el sombrero del principito.
Mostré mi obra maestra a las personas grandes y les pregunté si mi dibujo les asustaba. Me contestaron: «¿Por qué habrá de asustar un sombrero?». Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digería un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas grandes pudiesen comprender. Siempre necesitan explicaciones.[1]
Varias veces me he topado con la expresión: «¿Qué ves aquí? Si ves un sombrero, te hace falta leer» Pero no es así. El recurso de Exupéry es cavilar a la imaginación, deformar las condiciones de la realidad, crear la posibilidad de que un elefante sea devorado por una boa. Dicha idea puede estirarse tanto como al lector le plazca. Puede ser un elefante devorando una serpiente del tamaño de una casa, o algún humano que de un bocado se ha tragado a un cocodrilo. En las condiciones más extremas podremos decir que se trata de una uva devorando una sandía.
Pues no se trata de la forma del sujeto que engulle al otro, sino de la posibilidad de concebir un espacio que pueda sostenerse bajo sus propias lógicas sin que deba darse explicaciones de este. No vale con leerse el principito. Error sería, por vanidad, memorizar sus líneas. Se trata, más bien, de estar encantado al encuentro con la obra, darse la oportunidad de pensar sus detalles y a sus personajes aún no valorados, porque vale tanto el borracho como el rey solitario, y el astrólogo como el vanidoso. Vale recrear nuevos asteroides que Exupéry no pudo crear. Uno en el que haya internet y el principito pueda decir «las personas grandes son bien extrañas».
Como obra universal, el principito está diseñado para pensarse hacia el infinito, a la constante exploración de las posibilidades. Valerse de la primer hoja, conformarse con lo escrito, es, de cierto modo, aceptar de forma simple una realidad donde un elefante ha sido devorado por una boa. Y eso, en últimas, es lo mismo que ver un sombrero.
[1] El principito (1943) – Antoine de Saint-Exupéry
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