El problema (también) es de cultura

“Ante lo anterior, no puedo más que pensar que es momento de que, como ciudadanos, comencemos a interrogarnos por la forma en que nos comportamos y las acciones que tomamos en nuestra cotidianidad (…). Sobre todo, debemos aprender a actuar por convicción y sentido ético, y no por miedo a la consecuencia, ergo, a la autoridad que la ejerce”


En las últimas semanas han circulado en redes sociales una gran cantidad de videos donde se evidencian escenas de riñas callejeras que, no en pocos casos, han estado acompañadas de elementos de tipo cortopunzante como machetes y puñales. En uno de ellos se puede ver a dos motociclistas agrediéndose a puños en la glorieta de Bulerías, del barrio Laureles; en otro, queda registrado cómo un motociclista golpea con su casco las ventanas de un bus de la ruta Comercial Hotelera, ante lo cual el conductor de este opta por sacar un machete y perseguir al hombre, quien se defiende como puede de la agresión. Todos estos materiales audiovisuales presentan una característica común: la pelea que retratan se genera de manera posterior a un accidente automovilístico simple.

Ante esta situación, la reacción de los internautas no se hizo esperar y la responsabilidad de estos hechos recayó, casi de manera unánime, sobre la recientemente sancionada Ley 2251 de 2022, la cual establece que, en accidentes de tránsito donde únicamente se presenten daños materiales, “los conductores, entidades aseguradoras y demás interesados en el accidente recaudarán todas las pruebas relativas a la colisión” y, por ende, “no será necesaria la expedición del informe de accidente de tránsito, ni la presencia de autoridad de tránsito en la respectiva audiencia de conciliación”.

Esta incapacidad para asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos no es un fenómeno reciente. Algo similar ocurrió en días pasados con las fallas masivas del metro —muchas de ellas ocasionadas por la falta de conciencia de los usuarios—, ante lo cual varios viajeros decidieron bajar a las vías del tren y caminar por entre estas como un mecanismo de protesta frente a una situación que, todo hay que decirlo, escapaba del control de los operadores de este servicio. En esa ocasión, el discurso en las redes fue muy similar: justificación de la conducta de los usuarios, bajo el pretexto del cansancio y el desespero provocado por la espera.

Este tipo de discursos acarrean dos problemas que, a simple vista, pueden parecer imperceptibles o pasar desapercibidos: El primero es que tiende a asociar completamente la responsabilidad de los hechos con factores externos y nos quita la posibilidad, como ciudadanos, de realizar una sana autocrítica de nuestro accionar. Ciertamente, habitar la ciudad nos confiere una serie de derechos que constantemente nos son vulnerados y que deben ser defendidos de manera férrea; pero, al mismo tiempo, coloca sobre nuestros hombros una serie de deberes que también debemos acatar, la mayoría de los cuales se desprenden del hecho de reconocer que, como moradores de la urbe, compartimos nuestro entorno con muchos otros individuos, a quienes debemos respetar y con quienes debemos procurar mantener una sana convivencia.

La segunda problemática tiene que ver con la figura de la autoridad, encarnada, en el ejemplo presentado en el primer párrafo, en el agente de tránsito. De nuestra incapacidad para comportarnos de manera apropiada ante la ausencia de un guarda, se desprende nuestra necesidad de ser vigilados constantemente, so pena de caer en nuestros instintos más irracionales. Esta forma de entender las cosas nos lleva a privilegiar la visión de una institucionalidad autoritaria y reguladora en lugar de una respetuosa con la libertad y que solo actúa en casos de vulneración del orden cívico y de violación del marco legal, siendo este último un modelo más enriquecedor para aquellos sistemas que se precian de democráticos.

Ante lo anterior, no puedo más que pensar que es momento de que, como ciudadanos, comencemos a interrogarnos por la forma en que nos comportamos y las acciones que tomamos en nuestra cotidianidad. El cruce ilegal que realizo para ahorrarme tiempo porque el alcalde tiene la movilidad colapsada, la basura que arrojo al suelo porque todos los hacen, la música que coloco a todo volumen porque el vecino me provoca o el colarme en la fila porque estoy cansado y no es justo que deba esperar son algunos de los actos, y muy especialmente de las justificaciones, que debemos comenzar a revisar detenidamente. Sobre todo, debemos aprender a actuar por convicción y sentido ético, y no por miedo a la consecuencia, ergo, a la autoridad que la ejerce.

Con esta reflexión no propongo que el ciudadano asuma un rol pasivo ante el accionar de las instituciones públicas y privadas. Al contrario, el sentido crítico es otro más de los atributos que, como habitantes de la ciudad, debemos fortalecer en pro de alcanzar la garantía de nuestros derechos. Tampoco pretendo negar que, actualmente, el Valle de Aburrá se encuentra afrontando un proceso de crecimiento desbordado en términos demográficos con consecuencias en la movilidad, seguridad y economía de los habitantes de la urbe. Lo que planteo es que este fenómeno no puede servir de pretexto para sucumbir ante la anomia social y generar una crisis que termine agravando las otras problemáticas que aquejan al cordón metropolitano. Es tiempo de afrontar nuestra responsabilidad en la construcción de la ciudad.


Otras columnas del autor en este enlace:  https://alponiente.com/author/joaristizabal/

Jorge Andrés Aristizábal Gómez

Historiador. Apasionado por el urbanismo, la pedagogía y los estudios culturales. El concepto de "asfaltonauta" me identifica considerablemente.

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