Es francamente desconcertante la pasividad del gobierno ante la fuerte ofensiva que en todos los planos adelantan las Farc. En La Habana lo que el país nacional ha visto es una delegación oficial que peca por su silencio y su falta de valor para defender las instituciones y la democracia colombiana.
Siempre han estado a la defensiva, tratando de frenar, inútilmente, el desbordamiento verbal y propositivo de los delegados de la guerrilla que exhiben total iniciativa en todos los temas tratados.
Humberto de la Calle y compañía dan la impresión de ser incapaces de tomar las riendas del proceso y explicar ante el mundo y la nación el por qué las guerrillas deben ceñirse al libreto acordado, respetar las reglas del juego, dar muestras de respeto a sus víctimas y de su compromiso para abandonar el camino de las armas. En torno a esos asuntos es mucho lo que se puede argumentar y, además, insistir ante la opinión internacional en el anacronismo de una guerrilla contra una democracia y del peligro de validar el terrorismo como método de lucha.
Desconcierta también el gobierno de Juan Manuel Santos por su actitud temerosa y equívoca frente a las protestas sociales que se presentan en varias partes del territorio. Se ha dejado tomar la manija de los conflictos porque los líderes sociales y los infiltrados de las guerrillas saben que el gobierno cede ante la presión y ante el uso de las vías de hecho. Se oyen voces contradictorias de ministros que no se sabe si son verdes, rojos o amarillos, como el caso de los Garzón, voces desacompasadas que desnudan la falta de liderazgo presidencial y que se reflejan en ausencia de homogeneidad de parte del Ejecutivo.
Por otra parte, la guerrilla ha sabido aprovechar con creces las ventajas inexplicablemente cedidas por este gobierno y ha tomado nota de sus debilidades. La iniciativa que asumida por sus delegados desde La Habana les ha abierto numerosas puertas afuera y adentro. Sus cuadros políticos en la periferia civil han seguido al pie de la letra el llamado de Iván Márquez en Oslo cuando invitó a estimular y promover la protesta y la movilización popular para acompañar el proceso de paz y presionar la obtención de sus propuestas.
El fortalecimiento político de la guerrilla fariana se aprecia no sólo en el tono exigente de sus declaraciones, cual ejército victorioso, sino también en la amplificación ad infinitum de los temas y el calado de sus propuestas, como por ejemplo, su idea de una reestructuración total del estado a través de una constituyente de corte fascista, elegida por estamentos y a dedo. Hasta Timochenko se toma la molestia de escribir cartas de tono pastoral dirigidas al presidente, en las que se ensaña contra la democracia colombiana, se envuelve, sin inmutarse, en la bandera de la paz y acusa de la violencia a la fuerza pública como si ellos estuviesen limpios de sangre. Cartas que por falta de respuesta pasan por documentos programáticos loables ante el mundo. Hasta el ELN, una guerrilla prácticamente derrotada hasta hace año y medio, se envalentona y se empina aún más exigente que las Farc al no admitir condiciones para iniciar diálogos.
Se me ocurre pensar que las carencias del presidente, de su gobierno y de su comisión de negociación tiene muchas explicaciones: Falta de claridad en los objetivos y en el discurso que debería sustentar la generosidad con una guerrilla que estaba aislada y debilitada. En la capital campea entre ciertas elites una especie de sentimiento de culpa ante las recriminaciones de las guerrillas por las grandes desigualdades sociales, como si con su violencia no fuesen responsables en gran medida del atraso agrario. El gobierno carece de estrategia mientras da a entender que le interesa la paz a cualquier precio. Las Farc, en cambio, se guían por una rigurosa hoja de ruta, calcada de anteriores experiencias y mejorada en concordancia con orientaciones de Alfonso Cano. Han ganado todo lo que intentaron infructuosamente con los secuestrados.
La obsesión por firmar la paz se traduce en una política llena de equívocos y de enredos en el manejo de los conflictos sociales. En particular frente a la clara infiltración de agentes de las guerrillas en las protestas para manipularlas. Hay que ser muy despistado para pensar que las guerrillas no tienen en sus planes la infiltración y utilización de los movimientos y protestas sociales. Eso es parte del abc de las tesis leninista, maoista y guevarista: “moverse entre el pueblo como el pez en el agua” consigna de vieja data que no debería sorprender a nadie. Los militantes clandestinos, como también los simpatizantes, amigos y aliados se están destapando por doquier aplicando la consigna de Iván Márquez. Ya veremos cómo se expande la oleada de protestas por todos los rincones y sectores con aureola de legitimidad y de justicia.
Entretanto, el barco gubernamental, empezando por su capitán, anda a la deriva, sin rumbo, sin bitácora. No hay ideas claras, ni certidumbre ni confianza. El gobierno todo es una gran confusión. Además, se deje arrebatar las banderas de la justicia agraria.
El plan guerrillero se asemeja a la vieja táctica leninista que en la Rusia de 1917 orientó a la disciplinada militancia bolchevique a agudizar la luchas de clases, debilitar el gobierno, hacerle la vida imposible a las “clases dominantes”, crear una situación de caos, descontrol y vacío de poder para asumir la dirección del país en compañía de despistadas personalidades y fuerzas democráticas tipo Kerenski y de clubes progresistas. El leninismo era y fue claro en que la toma del poder no era un asunto de mayorías sino de minorías muy bien organizadas y con claridad en su meta.
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