Cuando Juan Manuel Santos fue ungido como el candidato del uribismo, a finales de 2009, no existía duda en algunos sectores que tarde o temprano impondría su agenda sobre la de su tutor. No hizo falta esperar mucho para ver cómo desde la composición de sus gabinete el entonces presidente Santos marcó distancias. La traición, consumada para muchos adeptos del expresidente Uribe, fue posible porque el diseño institucional del Estado colombiano ha dado sobrados poderes al presidente de la República y estos se acentúan cuando quien ostenta la dignidad ha jugado treinta años en las altas esferas del poder. Pero ese no es el caso de Iván Duque, quien ahora se enfrenta al dilema de serle fiel a su partido o el de asumir el genuino compromiso de gobernar bien a Colombia.
Un error estratégico que ha cometido el Centro Democrático es creer que, por haber ganado las elecciones, tiene el derecho de aplastar a los partidos que hicieron parte de la Unidad Nacional de Santos. A pesar que tienen la mayor bancada del Senado y la segunda de la Cámara, no cuentan con mayorías que aseguren la gobernabilidad del presidente Duque y este se enfrenta a la aguda encrucijada de creer que sin La U, sin los liberales o sin Cambio Radical puede llevar a cabo su agenda de gobierno y satisfacer a las barras bravas del uribismo, o si acepta que el ejercicio de gobernar implica hacer acuerdos y convocar a distintos sectores en torno a temas comunes. El problema es que Duque no cuenta con respaldos propios y construirlos le va a tomar posiblemente toda su presidencia, con la desventaja que no existe la reelección.
En la medida en que Iván Duque genere acercamientos con sectores de oposición e independientes, indispensables para sacar adelante iniciativas necesarias para su gobierno, deberá suavizar sus posturas y eso le pondrá una espada de Demócles: sus copartidarios –en algunos sectores ya lo hacen– le recordarán a quién le debe su presidencia y no tardarán en gritar que los traicionó; pero si accede a oír a los sectores radicales del uribismo, se enfrentará a perder el control sobre el Congreso. Parece que, a estas alturas, Duque no ha decidido ni lo uno ni lo otro. A ocho días de su primer mes como presidente de Colombia, su Gobierno no logra coger una dinámica propia, está encerrado en las propias polémicas que ha generado cada anuncio que hace y se enfrenta al ruido constante de cumplir los compromisos con su partido. Caso emblemático es el nombramiento de Alejandro Ordóñez en la OEA y al viceministro del Interior que tuvo que retractarse de llamar asesino a Gustavo Petro.
Es muy prematuro darle a Duque una calificación en tan poco tiempo, pero para este mismo momento hace ocho años, Juan Manuel Santos tenía completa claridad que tendría una coalición difícilmente atajable en el Congreso. Con eso pudo sacar adelante reformas en el campo tributario, de víctimas, de tierras, vivienda, salud, de equidad de género y de comercio exterior que, con la actual relación de Duque con el Congreso, difícilmente saldrían fácilmente en este gobierno. El nuevo presidente no puede cometer el mismo error de su antecesor de comulgar con la clase política tradicional para lograr sus objetivos, pero tampoco puede sucumbir a la soberbia de su propio partido. Por ahora, vemos al presidente en su laberinto.