La Urbe Sonora

 Una reflexión sobre los 6 años de la denominación de Bogotá como ciudad creativa de la música por parte de la UNESCO.

Hasta hace un par de décadas, era frecuente escuchar en Bogotá la expresión lastimera que advertía de la adversidad que enfrentaba quien osaba en convertirse en músico. Responder con arrojo al derrotero vocacional del intérprete y el compositor, equivalía a anticipar una existencia de penalidades y estrecheces. Los padres del hijo empeñado en tomar ese camino, se obstinaban en persuadirlo para que cambiara de rumbo. Tal oficio solo era considerable como actividad complementaria y recreativa.  Dedicarse a la música, suponía negarse por anticipado a la holgura propia de las otras profesiones y aceptar con estoicismo una vida  franciscana.

En razón a la precariedad del entorno cultural que padecía el músico, muchos optaban por el voluntario exilio creativo buscando comprensión y condiciones estimulantes. La queja hizo camino y se convirtió en letanía, para luego hacerse lugar común, y, finalmente, adquirir la fatalidad de un diagnóstico compartido por expertos y neófitos. Andrés Pardo Tovar, uno de los primeros colombianos que asumió con rigor el estudio de los lenguajes musicales creados por los cultores nacionales, y que se empeñó, valiéndose de las herramientas conceptuales de la musicología, en compendiar y dilucidar las particularidades estéticas del universo sonoro colombiano, explicaba de la siguiente manera la situación referida : » El compositor colombiano no tiene mercado para sus obras y es generalmente desconocido fuera de su país. El intérprete y el pedagogo no tienen conciencia gremial y se ven con frecuencia complicados en un juego de intereses personalistas esencialmente infecundo. Y el investigador – el musicólogo – forzosamente tiene que adelantar aisladamente una labor incomprendida en su medio y en ningún caso remunerativa». Esta cruda y desesperanzadora valoración data del año 1959; es tomada de un artículo que el investigador publicó en la Revista Musical Chilena. El título del texto condensa de forma lapidaria el argumento : Los Problemas de la cultura Musical en Colombia.

 La urbe gris y estrepitosa creció de forma acelerada. La Bogotá de los cachacos santafereños y los acendrados chapinerunos, que lucían  sacos de levas y sombreros de copa, dio paso a una metrópolis  que se convirtió en una síntesis del país.  En la capital confluyeron emigrantes de todas las regiones que arribaban con el deseo de materializar los esquivos sueños que se esfumaban en la provincia. El mejor retrato de aquellos años de sobresaltos y transformaciones se encuentra en la literatura. Gregorio Camero, el protagonista de Los Parientes de Ester de Luis Fayad, e Ignacio Escobar, el frustrado poeta  enfrascado en  la imposibilidad creadora,   y habitante ficcional de  la novela  Sin Remedio de Antonio Caballero, son hombres  que caminan las calles de una ciudad en tránsito; deambulan una geografía abigarrada con pinceladas citadinas y rescoldos de ruralidad. Cuando desde el arte se evidenció que la capital era una convergencia de identidades y un tejido disímil de relatos, se tuvo plena conciencia de la naturaleza cosmopolita de la ciudad. Bogotá era algo más que el ensueño chovinista de gramáticos de salón que la pregonaban como la Atenas Suramericana.  A lo que la socarronería criolla siempre respondía: » Apeeeenassss…. Suramericana».  Y eso fue por mucho tiempo. Un caos urbanístico con los males agravados de Suramérica que rezongaba en su tortuoso camino a ciudad ecuménica.

La posibilidad de reconocernos diversos y contemporáneos, no llegó propiamente con el innegable avance urbanístico que hizo de Bogotá una ciudad incluyente en sus espacios y un destino apetecido para todo tipo de iniciativas. Los aciertos en educación  y  oferta cultural,  en capacidad hotelera y desarrollo turístico; la priorización de la formación ciudadana como componente medular de la vida urbana, y otros aspectos, fueron sin duda, logros de una ciudad que mutó de piel y cobró una notoriedad continental.  Fue la música el espejo que nos permitió observar con detalle la riqueza cultural, que de forma subrepticia,  Bogotá había cultivado durante años.

Los viajeros, que además de los bártulos, trastean en sus pensamientos el recetario musical para curar la nostalgia, llegaron a la capital trayendo consigo un bien inmaterial y simbólico. Nada más revelador de la idiosincrasia del colombiano que la colección de discos de su hogar. De forma insospechada, las radios bogotanas que se preciaban de ser rabiosamente puristas y programaban con fervor  pasillos, valses y bambucos, advirtieron que los lejanos ritmos del caribe y el pacífico, de los llanos y la región andina, llegaban reinventados con arreglos sonoros que los dotaban de universalidad y gracia.  El cambio también fue percibido por las academias de música que confirmaban que un creciente éxodo de cultores se tomaban sus aulas para conjugar virtuosismo con renovación.

No fue algo súbito y milagroso. Fueron años de formación y disciplina de músicos convencidos de su talento y con el deseo de difundir sus creaciones. Ellos, agrupados en garajes, desvanes, improvisados estudios, festivales barriales y parques públicos, fundaron secretos vínculos tribales y artísticos, para proponer a los escuchas y bailadores, una nueva forma de apropiar y disfrutar la música. El paciente florecimiento de una red que articuló a productores, programadores, compositores, intérpretes, escuelas de formación, público y gobernantes, fue posible gracias a la partitura en común que se acordó en Bogotá.

La denominación de Bogotá como ciudad creativa de la música, por parte de la UNESCO en el año 2012, afianzó la confianza en el sector y estimuló las dinámicas industriales alrededor de la promoción de nuevos exponentes. Surgieron en todos los géneros y en los diferentes formatos orquestales. Así se configuró un ecosistema creativo del que hacen parte subvenciones estatales, ruedas de negocios, campañas de divulgación, eventos públicos, empresarios y estaciones de radio alternativa y cultural que ha hecho de Bogotá la ciudad predilecta  en circuitos internacionales de difusión musical.

La música en Bogotá no es accesoria ni ornamental. Ella explica el desenfreno de una metrópolis en la que la energía de la supervivencia se convierte en mitología y la memoria se construye con las tonalidades de la ebullición urbana. Las cifras, aunque caprichosas y sometidas a los intríngulis de la aberración estadística, convienen cuando se trata de explicar un fenómeno cultural que controvierte los espejismos y da brillo a las certezas. En los últimos cinco años, 2.700.000 espectadores asistieron a los Festivales al Parque. Y por cada centenar de metros en la altitud Bogotana, existe un programa de educación superior en música; eso significa, que 26 ofertas académicas universitarias, entre pregrado y posgrado, más 82 de formación técnica, se encargan de albergar el talento de los músicos de una ciudad que mide su ritmo cardíaco en compases.

Sólo una ciudad musical como Bogotá se permite contar con una sede para su orquesta Filarmónica con un área de 6000 M2 y  un aforo de 1000 espectadores. Los grupos y solistas de la ciudad divulgan sus trabajos en plataformas internacionales como la Classical : Next, BIME, Womex, Mapas y Mama Convention, además de la celebrada iniciativa local Bogotá Music, Market Bomm. Surgida del clúster Bogotá Ciudad de la Música que lidera la Cámara de Comercio de Bogotá, este emprendimiento abre perspectivas de comercio y circulación para que nuestros artistas logren resonancia internacional.

Es frecuente escuchar en guías turísticos, taxistas y transeúntes, la alusión a determinados lugares de la ciudad a partir de su simbolismo musical. Bien sea el bar de salsa, la esquina de los rockeros, el muro de los punkeros, la calle de los coleccionistas, el parque de los conciertos, el bar del «toque» o el género más frecuentado por los músicos de alguna coordenada citadina, Bogotá ha construido una cartografía sonora como si tratara de un territorio concebido por Euterpe, la musa de la música. Como las viejas rocolas de discografía miscelánea que satisfacían los variados gustos de los concurrentes en las tabernas, a Bogotá le pertenecen todos los géneros.  Caminar por sus avenidas y parques, plazoletas y alamedas, es auscultar las fibras sensibles de una urbe consagrada a la creatividad musical. Como toda rocola, Bogotá sigue sonando.

Marcos Fabián Herrera

Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Escribe en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage-con-Fabulación, 2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro ( Programa Editorial Univalle, 2019 ); Un bemol en la guerra ( Navío Libros, 2019).