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El próximo domingo 10 de abril se realizará la primera consulta de revocación de mandato en la que se preguntará a la ciudadanía sobre la conclusión anticipada del cargo desempeñado por Andrés Manuel López Obrador como presidente de la República. Desde el gobierno federal y Morena, la realización de la consulta se ha vendido como el más sincero acto democrático, pues sólo un verdadero demócrata estaría dispuesto a someter su continuidad en el cargo a la aprobación ciudadana. Sin embargo, como reza el dicho popular “el diablo está en los detalles” y en el caso de la consulta el asunto no pinta diferente.
Por su naturaleza jurídica, la revocación de mandato es un ejercicio extraordinario que debe ser exigido por la ciudadanía cuando existan condiciones graves que justifiquen la destitución del jefe de Estado. Es decir, al ser un ejercicio cuyo resultado podría suponer la destitución del titular de la más alta magistratura del país, la invocación de una consulta de tal envergadura debiera presentarse como una herramienta ciudadana sólo en una situación crítica, pues de lo contrario, una supuesta destitución del presidente de la República generaría una crisis política de gran magnitud por completo innecesaria. Con esto presente, podríamos decir que la legitimidad de una consulta de revocación descansa en la exigencia ciudadana.
Imaginémoslo por un momento, supongamos una supuesta destitución sin que el pueblo la haya exigido: primero, se pondría término a un gobierno legítimamente constituido y electo para un mandato de seis años por el que sí votó la ciudadanía; y segundo, remover al presidente en funciones obligaría a nombrar uno provisional para tapar el hoyo que se acaba de destapar y por el que nadie votó. Entonces, ¿Cuál es el problema con la consulta del próximo 10 de abril? Sencillo, nadie la pidió. Ninguna base social representativa exige la renuncia de Andrés Manuel. Sus detractores se cuentan apenas por miles o, sí es que son más, estos no se han movilizado con fuerza. Contrario sucede con los millones que su partido puede movilizar. Todo esto el presidente lo sabe y busca sacarle provecho. Por ello, fue él mismo quien impulsó y promovió la revocación, tomándola como una “cruzada democrática” contra el INE y contra todos aquellos que le señalaran lo innecesario de su realización. Sus detractores denuncian la consulta como un acto de soberbia, ego, vanidad, pero eso sólo es mirar por la superficie.
Es bien sabido que a este gobierno le gusta utilizar las consultas populares para legitimar la voluntad presidencial. Así lo hizo con la consulta del Tren Maya, la consulta para rechazar la construcción del aeropuerto de Texcoco o la realizada para decidir si se enjuiciaba a los expresidentes. Aunque las dos primeras fueron organizadas sin los requisitos establecidos por la ley y, la última, tuviera una muy baja participación ciudadana (apenas un 8% del padrón electoral de acuerdo con el INE), eso no impidió que desde la presidencia de la República las consultas se celebraran como un éxito democrático. Repito, el objetivo no es consultarle a la ciudadanía, sino jactarse de hacerlo.
Visto de esta manera, el presidente engalana a su gobierno con un aura democrática que explota en su narrativa política. Sin embargo, lo que en realidad está haciendo es degenerar a la democracia, alejándola del ideal toquevilliano que la concibe como origen y base legítima de la autoridad, y la utiliza, en cambio, con fines políticos y propagandísticos. Práctica propia de las democracias populistas que, como describió el sociólogo americano Edward Shils, proclaman que “la voluntad del pueblo en sí misma tiene una supremacía sobre cualquier otra norma, provengan éstas de las instituciones tradicionales o de la voluntad de otros estratos sociales”.
Es por ello que el presidente necesita de la consulta de revocación, pues con ella da legitimidad a las últimas grandes reformas de su gobierno y así, con la ratificación en el cargo como póker de ases, puede continuar vulnerando las leyes, golpeando a los organismos autónomos e instituciones incómodas o cualquier otro contrapeso a su poder en nombre de la voluntad del pueblo bueno. Es el deterioro de la democracia institucional por la democracia populista.
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