El poeta de Palacio

La Colombia que usted y yo conocemos, al igual que la que conocieron nuestros padres, la de nuestros abuelos y bisabuelos, es una patria de contradicciones y ambivalencias. La Colombia que nos tocó en suerte es capaz de cantarle a sus guaduales, de pintar de siete colores un mar, de acoger una sierra nevada al lado del Caribe y de darle a Dios una amiga para que baje del aire, como Juancho Polo tuvo a bien cantar. Pero, la Colombia que nos tocó en suerte, es también capaz de ignorar la avalancha que cubre un pueblo, de permitir un genocidio político y de engañar a sus jóvenes para sepultarlos. A cada alegría del país, como en la salsa, le siguieron diez tragedias. Singularmente, en el periodo de 1982 y 1986, las tragedias se hicieron tan frecuentes y de tanta magnitud que muchos colombianos creyeron que las lágrimas se les agotarían para llorar otra tristeza.

En el transcurso de este tiempo al país lo gobernaba un hombre que, si uno escuchara desprevenido y sin noción histórica alguna, creería más un bohemio que un político, Belisario Betancur Cuartas.

Betancur asumió la Presidencia de la República el 7 de agosto de 1982, después de tres intentos fallidos y de caminar el territorio nacional, como ningún otro político, sobre todo aquel en el que “no había votos, pero había mucha patria” como él mismo proclamara alguna vez.

Con su hablar pausado, en el que alternaba un acento montañero arrastrado y una retórica poética de singular emoción, con una obsesión por la cultura y por la paz, este hijo de arrieros le puso una meta a su gobierno que sonaba a utopía, no derramar una gota más de sangre colombiana.

Y al final de su cuatrienio la utopía no sólo no se cumplió, sino que fue desbordada como nunca. Aquí, en estas líneas, no pretendo hacer un recuento histórico del gobierno de Betancur y de la Colombia de esos años, basta con recordar que durante este tiempo Armero desapareció del mapa por cuenta de una avalancha de lodo y por la desidia de las autoridades de la época, especialmente del Ministro de Minas, Iván Duque Escobar, para quien las alarmas previas eran simples dramas con tintes apocalípticos. Basta recordar también la toma y retoma del Palacio de Justicia en el intento de la guerrilla del M-19 por “enjuiciar” a Betancur por su supuesta traición a los acuerdos de paz firmados entre los subversivos y el Gobierno Nacional. Basta pensar en el comienzo del exterminio político contra la Unión Patriótica y basta con recordar el terremoto de Popayán al inicio del mandato.

No, no contaré hecho a hecho su gobierno, tampoco pretendo hacer un juicio político y mucho menos histórico al hombre que fracasó en el primer intento de paz negociada en Colombia pero que lideró con éxito la negociación centroamericana del Grupo de Contadora. Estas líneas, esta reflexión, es un intento, vago por supuesto, por entender esa figura, ese carácter que con profunda calma trató de llevar “palabras de aliento y de esperanza en la hora más amarga” de nuestra vida republicana, por entender al humanista a quien el destino condenó al poder, por entender al poeta del Palacio.

Belisario Betancur nació en Amagá en 1923, cuando el ferrocarril de esa población era adquirido por el ferrocarril de Antioquia para conectarse hasta la línea férrea del pacífico. Aprendió a leer, escribir y las cuatro operaciones matemáticas básicas con los arrieros, se saltó varios años de la escuela elemental y fue creciendo entre cafetales casi que de la mano de la violencia que azotaría tan dolorosamente a la nación cuando Belisario cumplió sus veinte años y partió a Medellín a estudiar en la Universidad Pontifica Bolivariana después de ser expulsado del seminario de Yarumal. Quizás ese hecho, el haberse convertido en adulto viendo cómo la violencia escalaba, fue el que hizo que el futuro presidente “aprendiera a llorar para adentro”, como dijera en alguna entrevista.

Ese llanto interno, constante, que atajó el desahogo de tantas penas, capaz puede explicar por qué como Presidente decidió apostar a la paz como su mayor bandera, por qué como Presidente teniendo al Palacio de Justicia aún en llamas, pronunció un discurso de calma, pausado, con palabras de esperanza y de aliento, pudiendo salir como el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas con tono fuerte, de autoridad. No, la alocución de esa noche dolorosa mostró a Belisario sereno, firme pero no exasperado, asumiendo la responsabilidad de los hechos en los que muy probablemente ni él estuvo al mando. Más que salir a gritar, Betancur, como en el poema de su amigo Jorge Robledo Ortiz, prefirió que el corazón apagara los incendios del cerebro.

Belisario Betancur representó las dicotomías de la historia colombiana, encarnó la bohemia tanguera de la Medellín que se dormía siendo villa y despertaba siendo ciudad, llevó al país a una esperanza de paz y reconciliación que aún hoy soñamos y supo sortear la ausencia de poder que a muchos de sus colegas presidentes llevó a la catástrofe. Betancur se fue, hace ya dos años, llevándose consigo muchas verdades y perdones pendientes, pero con él se fue también un estilo extraño, un afán por hacer las cosas con belleza, más aún, con belleza poética, que es la más sentida de todas. Murió un discurso que sabía combinar la respuesta política con los versos de memoria que tan dulcemente declama el paso de los años.

Para condenas y absoluciones estará la historia, pero tendremos que reconocer que un día salió un joven de Amagá y que, con la condena del poder a cuestas, se convirtió en el poeta de Palacio.

Santiago Henao Castro

Antioqueño. Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Hincha de los guayacanes, Carlos Vives, el cine colombiano, el vallenato y el más veces campeón. Aspirante a ganarle al olvido.

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