Creo firmemente que sobre los pasos de los marchantes se siembra la semilla de una voz política que propicia cambios sustantivos. Una marcha, en sí misma, no cambia el mundo, ni resuelve las demandas totales de los marchantes. Pero es un acto político inobjetable. Y como acto y como expresión política tiene fuerza, validez y legitimidad sustantiva que el establecimiento respeta cuando ya todo se ha salido de las manos. La legitimidad de las marchas no depende de los medios; son demasiado volátiles para entenderlo. Las marchas son expresión de una sociedad en la que el pueblo recuerda su condición de poder constituyente y visibiliza su voluntad política. Sus reclamos y sus afirmaciones tienen la contundencia para condicionar el curso de la institucionalidad. Creo que las marchas no son punto de partida sino de llegada; expresan la materialización de aguas emergentes y convulsas que buscan un cauce. Las voces que concurren en las marchas son la voz legítima de expresiones ciudadanas que ponen en evidencia la temperatura del sistema democrático. Las marchas, en tanto expresión política, le hacen bien a una sociedad apática, perezosa y violenta. A solo pocos días de distancia entre la marcha de la oposición y la del apoyo al gobierno es necesario advertir que hemos dado un paso adelante en términos de sociedad civil. La historia de un país que ha librado sus luchas políticas a filo de machete merece reconocer que es posible hacer política por unas vías diferentes al recurso típico de la violencia. La violencia es una negación de la creatividad. Las marchas hacen bien porque alimentan un presupuesto esencial de la democracia: el disenso. Ahí radica su poder. Que se tomen las calles de manera masiva, unos y otros, nos hace bien a todos porque pone las cosas en su sitio. Que cada quien tenga la libertad de decidir qué causa apoya y pueda hacerlo bajo cierto espectro de libertad no es poca cosa. Es un acto de decencia que merece reivindicarse porque así deben funcionar las expresiones políticas, aunque sean adversas. La democracia, las calles, la diferencia, los argumentos y sus contradicciones son otras formas de hacer política que posicionan el pulso en el lugar correcto y por ello es necesario que lo visibilicemos y lo cultivemos. En una democracia nadie tiene la verdad, pero todos tenemos derecho a expresar lo que creemos correcto.
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Del autor
John Fernando Restrepo Tamayo
Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.
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