Tenía 65 años, vestía saco y corbata, y en el bolsillo de su pantalón llevaba un soneto de Borges, “Epitafio”, acaso un apócrifo, y cuyo primer verso reza: “Ya somos el olvido que seremos…”
Obra literaria que recoge los momentos más íntimos de su autor, aquellos que reservó durante veinte años, mientras descubría el tono propicio para abordar el asesinato de su padre, sin recurrir al melodrama como género literario para contar su historia de vida.
De Agamenón hasta este tiempo, el padre es quien hace la guerra, quien genera el orden frente al caos, la figura de autoridad frente a la desobediencia; y si no es el mismo Dios, pues es él quien negocia con los demás dioses sobre el tema. Aquel ateniense sacrifica a Ifigenia para que el viento suba el calor de las venas, quien es patriarca propone y dispone, pues el padre es la ley y su patria es su territorio; sin embargo hasta este mismo orden sufre fuertes cimbronazos cuando de violencia se trata.
Acabar con el padre fue lo que predestinó la escuela del psicoanálisis y Alexander Mitscherlich, de la Escuela de Frankfurt, fue quien exploró la ausencia de la paternidad en la sociedad alemana de la Posguerra. Ese relato del padre en occidente se refleja en su complejidad desde la tragedia misma, pues su carga ideológica en torno a la figura misma, no solo llama la atención, sino que también es bienvenida, ya que la paternidad siempre logra brillar por su ausencia en la cotidianidad de la vida familiar.
Veinte años después de la muerte de Héctor Abad Gómez, padre, quien fue tiroteado y asesinado en una calle de la ciudad de Medellín, por sicarios a sueldo, su hijo, Héctor Abad Faciolince, encontró la voz y el tono necesario para afrontar este reto personal que se sobrepone en su libro El olvido que seremos.
El asesinato del padre, el eje central de la obra, muestra también una orfandad existencial, que surge luego de su ausencia física. Durante la narrativa el autor experimenta un resquebrajamiento de sus certezas; sin embargo se puede leer un fuerte reclamo, una protesta dirigida a Dios, desde una actitud dialogante, pero que a su vez parte de una rebeldía que es un producto de una gran decepción. La historia muestra ese homenaje que el mismo hijo le hace a su padre, al héroe de su vida, quien era una figura de corazón generoso, compasivo y tolerante, ese médico humanista, catedrático, consultor de la OMS, obsesionado con la medicina preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones del país, un fuerte defensor de los derechos humanos, quien en vida batalló hasta el cansancio por la tolerancia, la paz y la justicia; ese hombre que en momentos de rabia se encerraba a escuchar a Bach y Beethoven, como mecanismos de sanación; confiaba en el amor a rajatabla, en el amor por la vida ante todas las cosas, por los hijos y sobre todo por la justicia.
La escritura, la memoria, la pasión de Héctor Abad Faciolince, necesitaron enfrentarse a esa hoja en blanco, para poder abordar el proceso de escritura de esa fuerte pérdida, la pérdida de esa figura ejemplar que era su padre: “Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como uno se saca un tumor”.
No existe duda alguna que el tiempo fue el mejor aliciente y que no solo le ayudó a Héctor A. Faciolince a mejorar su trazo literario, sino que también lo llevó a encontrarse en el momento y en el lugar indicado para sacar de sí mismo la mejor prosa para hacerle una buena dedicatoria a su padre, a su legado. Pues a diferencia de lo que se puede leer en Joseph Roth quien sostiene: “Yo no tuve padre, en el sentido que nunca lo conocí”, el narrador colombiano demuestra todo lo contrario al escribir en su libro apartes como: “Amaba a mi padre por sobre todas las cosas… Amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor… Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo”.
Tal y como lo describe Héctor Abad Faciolince en su libro: “ La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse”, pero después de la lectura es posible imaginarse y entender a ese adulto que sostuvo la sangre de su padre al momento de su trágica muerte, quien en ese momento en lo único que pensó era en no tirarse al rio Medellín, sino en seguir adelante con su pena al hombro, pero con una misión importante en su vida: Encontrar un lugar en el mundo, un mundo en el cual su padre ya no estaba físicamente, sino espiritualmente por así decirlo.
La historia obtiene su grandeza a partir de aquella extrañeza en donde se pregunta frecuentemente sobre la existencia de esa figura paternal amorosa, que carcajea con sus hijos, que llora con ellos cuando la tristeza abunda en el ambiente, aquel que canta de alegría y escribe poemas inspirados en la belleza de sus musas, sus hijas y su esposa. Así como también se puede observar como en una familia antioqueña de pura cepa, aún se daba la existencia de un gineceo, en donde el dinero y el presupuesto familiar era vocación de la madre, algo totalmente atípico en la sociedad antioqueña; pues las estadísticas demostraban que dichos roles eran completamente opuestos, el cariño y los mimos eran solo de las madres y el dinero y dirección del hogar era una actividad netamente masculina. Es aquí entonces donde ese padre muerto logra convertirse en un símbolo representativo para la obra, ya que su ausencia muestra esa transición drástica que ocurre cuando se cierran la infancia y la juventud, pues antes de este suceso la vida del autor está colmada por certezas y alegrías alcahueteadas en su mayoría por ese padre comprensivo que basaba la crianza de sus hijos en la felicidad de los mismos.
El autor con su relato, logra lo que quería Nietzsche: escribir “para sobreponerse a la realidad”, es por esto que el resultado se resume en una historia verídica del médico Héctor Abad, contada con los recursos de la novela, carta, testimonio, documento, ensayo y biografía; cuarenta y dos capítulos que son la saga de la familia del escritor, iluminando la historia de Colombia de las últimas décadas desde el lugar del amor y la justicia, aunque sin poder evitar la pregunta con la que comienza y termina el libro. El por qué de la muerte.
La vida es una herida absurda, dice el tango, ése que tanto le gustaba cantar al doctor Abad. Pero la vida no tiene cura. Ya lo dijo Artaud.
Relatar el pasado es un gran esfuerzo que le devuelve la unidad a su historia de vida, desde el ejercicio que re-estructura la conciencia, con la única finalidad de reconstruirse a sí mismo, buscando de esta manera un lugar en el mundo.
El olvido que seremos construye al padre en un tiempo eterno que justifica su estancia en la tierra bajo el diálogo con esa figura de autoridad que solo proviene de la seguridad y la certeza que se posee al hablar con dulzura y franqueza sobre los temas familiares, pues al menos con esta autobiografía nadie osará en robarle de nuevo el tiempo a aquella figura paternal que fue Héctor Abad Gómez para su hijo Héctor Abad Faciolince.
[author] [author_image timthumb=’on’]https://fbcdn-sphotos-c-a.akamaihd.net/hphotos-ak-frc3/t1.0-9/1932453_750591301618110_2880648351046476668_n.jpg[/author_image] [author_info]Carolina Martínez, abogada por titulo, periodista por convicción propia, apasionada de la cultura y constructora de ciudadanía antes que ciudad. Viví en Bs As, por dos años, dos años en los que me dediqué a construir lo que soy ahora, una persona amante de mi misma, constructora de sueños y de realidades, fue en Bs As donde decidí dedicarme a los estudios culturales y al periodismo como pasión de vida. Actualmente adelanto una investigación sobre la identidad religiosa afrocolombiana, como proyecto de mi tesis de maestría, la cual es en comunicación y creación cultural. Leer sus columnas. [/author_info] [/author]
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