El señor Olmedo López salió del anonimato al desprestigio para convertirse en un símbolo de la corrupción. Su nombre y figura ya reposan en los anales de la infamia nacional. Aunque dudé de su talento como político, nunca se me llegó a cruzar por la cabeza que caería tan bajo, ya que, siempre lo vi como uno de aquellos operadores políticos de talla menor que se suelen jactar con arrogancia de su relación con los “poderosos”. Pero más que eso, lo veía como un inversionista que encontró en la izquierda un espacio para saciar su egoísmo y ambición.
A Olmedo lo conocí en la campaña presidencial del 2018, por entonces era candidato al Senado por el movimiento político Decentes y se caracterizó por ser uno de los pocos candidatos con cierto músculo financiero en Antioquia. Su campaña, sin caer en la ostentación, sí contó con recursos suficientes para promover avanzadas, equipos territoriales y muchísima publicidad. En las visitas de Petro a plaza pública el inversionista se le pegaba como una remora y nunca perdía oportunidad para salir en la primera plana de la fotografía.
En la campaña de 2022 su rol fue menos visible y en la única actividad en la que coincidimos fue en la organización de un evento público en Jericó. Olmedo era uno de los referentes en el suroeste antioqueño y cuando Petro llegó al pueblo fue el responsable de moderar un diálogo con los campesinos y jóvenes. En la tarima se movía como pez en el agua; daba instrucciones, coordinaba las consignas (prohibió aquella de “Uribe paraco”) y autorizaba quien se subía para estar al lado de Petro, así muchos de los asistentes no fueran de Jericó, Olmedo quedó convencido de que podía “desuribizar” el suroeste.
Tras la campaña le perdí la pista pero no dudé en que le darían algo ajustado al tamaño de sus ambiciones. El inversionista no se podía quedar por fuera. Le dieron la UNGRD y ya lo demás es historia harto conocida y por conocer.
Ahora, quisiera hacer énfasis en la pregunta que encabeza está columna, y debo reconocer que no es fácil, no solo porque me la jugué de frente por la candidatura de Petro en el 2018 y nuevamente en el 2022, sino porque los escándalos y la corrupción en muchos niveles del Gobierno me llenan de muchísima vergüenza. Me da pena tocar el tema con muchas personas; algunas nunca habían votado, yo las convencí; algunas votaban por primera vez, yo las motivé; algunas confiaron en mi criterio y entusiasmo, ahora, me preguntan: ¿Fredy, qué pasó?
Y he venido pensado en los últimos meses en qué momento se perdió el rumbo, y estoy seguro de que no empezó con el destape de la corrupción en la UNGRD, porque cada vez estoy más convencido que el rumbo se perdió con la forma como se hizo la campaña en el 2022. Fue una campaña con prácticas muy tradicionales, donde confluyeron apostadores y operadores políticos muy experimentados, que, poco se asomaron en la campaña del 2018, pero que al ver la inminencia de la victoria cayeron al Pacto Histórico como buitres.
En su afán de ganar Petro los recibió con los brazos abiertos y así el “cambio” se hipotecó a los que no querían cambiar nada.
Luego, al no contar con mayorías propias en el Congreso, el presidente construyó su gobernabilidad con un método bastante convencional, convirtiendo varios ministerios en correas de trasmisión con los partidos tradicionales; entregando pedazos del Gobierno del Cambio a la voracidad de los apostadores; pagando favores por lealtades de última hora (o cómo explicar la embajada diseñada a la medida de Benedetti). Así, se conservó mucho de lo que en campaña se prometió cambiar y el cambio en las prácticas políticas se quedó en el recuerdo de elaborados discursos en plaza pública.
De ahí que Olmedo López no sea el epítome del fracaso del Gobierno del Cambio, sí mucho, solo es una lamentable metáfora de un cambio que no fue. Tan solo hay que hacer notar que, según la entrevista de Sneyder Pinilla en revista Semana, aquel inversionista le afirmó a su secuaz que el saqueo de los recursos públicos era “una política de Estado”. A ese punto tan asqueante llegó.
Al parecer, esa “política de Estado” se devoró un cambio que ahora produce pena y vergüenza. Mucha vergüenza.
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