Hay una controversia insoluble acerca de si la filosofía comenzó en el siglo V a. C. cuando Tales de Mileto rompe con el mito o si realmente fue en siglo XVII cuando René Descartes publica su “Discurso del método”. Ambos casos tienen que ver con la fractura de la mentalidad mágica en función de la ciencia y, desde ya, con la independencia humana de Dios.
Por lo general se coloca al asombro como el sentimiento que condujo a la pregunta fundamental, a saber “por qué hay algo y no más bien nada”. Con dicho sentimiento se dio inicio al abandono de la explicación fantástica del cosmos a favor de una opción más racional.
Por ejemplo, los mitos revelan la génesis divina a partir de un abismo acuoso primordial. En cambio Tales, al considerar el asunto desde un esfuerzo puramente mental, propuso asimismo al agua como elemento esencial pero sin ningún aditivo sagrado.
Algo parecido puede discutirse hoy acerca de la teoría del principio del universo. El “Big Bang”, es decir, la especulación de que hubo una “Gran Explosión” es ampliamente aceptada por los astrofísicos y puede plantearse desde dos perspectivas completamente distintas. ¿Fue al azar o, por el contrario, fue causada por una consciencia cósmica? No es menor la interrogación por el sentido. La respuesta, sea cual sea, está basada en miradas personales, lo que cambia radicalmente el modo de apropiarse de la vida.
Esto es precisamente lo que muestra el escritor Antoine de Saint-Exupéry en “El principito”, que los acontecimientos se resignifican de acuerdo con cada paisaje interior. El principito vivía solo en un pequeño planeta junto con su rosa. Él asumía que su flor era singular en su especie. Un buen día viaja a la Tierra y al encontrarse con un jardín repleto de rosas lloró. Sintió que su amiga lo había engañado. Sin embargo, aparece un zorro quien le hace ver que efectivamente su flor era única en el universo, porque sobre ella había un cuidado especial. Cuando el principito se despide el zorro se entristece:
“-¡Ah!… -dijo el zorro-. Voy a llorar.
-Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal, pero quisiste que te domesticara…
-Sí -dijo el zorro.
-¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.
-Sí -dijo el zorro.
-Entonces no ganas nada.
-Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo.
Luego agregó.
-Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es la única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto”.
Anteriormente el zorro ya algo le había adelantado: “… ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…”
Nuestras cargas subjetivas lo transfiguran todo. Según lo afirmó Ernst Cassirer la significación simbólica es lo que nos separa de los animales. Modifica el mundo. No es lo mismo creer que todo tiene un propósito a creer que estamos arrojados al vacío. La pregunta siempre quedará abierta y la respuesta real será imposible.
La interrogación por el origen no es menor. No obstante, lo fundamental depende de una simple postura. Un punto de vista. Quizás por ello el hombre nunca pudo liberarse completamente del mito. Hay un hecho muy curioso. El asombro, aquel sentir del cual surge la razón, es etimológicamente idéntico a la palabra “milagro” (del latín “miraculum”; “mirar”; “contemplar”) e implica un maravillarse, un quedarse admirado ante lo inefable, rendirse a lo sublime como lo inmenso. El milagro ocurre cuando lo extraño irrumpe en el tiempo contingente y modifica los acontecimientos.
Cuando Moisés escuchó la voz de Dios en la zarza se pasmó hasta el tuétano. Cuando los cristianos vieron con vida a Jesús después que este fuese enterrado desmayaron de temor. Lo que nos lleva a la cuestión de si la teología tiene el mismo origen y disparador que la filosofía. No olvidemos que Parménides dijo obtener su idea del ser de una diosa y Friedrich Nietzsche supo del “eterno retorno” a través de una revelación mística. De allí su maridaje, a veces combativo, a veces conciliador.
Luego de la Edad Media cuando el equilibrio entre fe y razón agotó su búsqueda, Descartes planteó una nueva forma de enfocar las cosas, ya no desde Dios, sino desde el sujeto. La duda metódica reemplazó al asombro, y, desde luego, al milagro. Con el advenimiento de la modernidad se generó una corriente única y coyuntural en todos los estamentos de la sociedad, nunca una época se enfrentó a tal revolución del pensamiento.
El historiador Jonathan Israel en su libro “La Ilustración radical” analiza el rol central que jugó Baruj Spinoza al edificar una relación con la naturaleza y un acceso a la unidad a través de parámetros geométricos exactos y no por la típica experiencia de lo sagrado como trascendencia del yo. Fue un movimiento sin precedentes que dio lugar a la ciencia, a la democracia tal cual la conocemos, a la división laica de poderes y, sobre todo, al divorcio de la religión del Estado.
Empero, la pregunta por el fundamento sigue allí, presente como siempre. La fe es certeza, pues no deja lugar para la sospecha. El método cartesiano a través de las matemáticas filosóficas establece que por la duda metódica se pueden hallar dichas certezas; el “cogito”, el “yo pienso”, se constituye entonces en el nuevo absoluto de la modernidad: el sujeto era una divinidad para sí mismo y creador de la historia. Ahora estaba emancipado para revolucionar el mundo y, por supuesto, para “matar a Dios”.
¿Habrá sido en el siglo XVII cuando comenzó realmente la filosofía? Se puede discutir. Pero lo que no puede pasarse por alto es la permanencia de la idea de Dios, sea para negarlo o para afirmarlo. La finitud del hombre y la inmutabilidad del universo nos coloca ante una disyuntiva irresoluble.
Una cosa es la vida como “condicionante”, vale decir, la vida finita, la que nos anima, aquella que terminará inevitablemente con la pulverización del cuerpo, y otra muy distinta es la vida “en sí” como “condición” eterna, invariable, aquella que ya estaba cuando llegamos y que seguirá estando ahí cuando nos vayamos.
No sabemos cómo nace la filosofía, solo inferimos tentativamente que surge como una necesidad de vencer al mito; a pesar de ello lo que la dispara parecen ser los mismos fundamentos que subyacen en las creencias espirituales. El problema de la fe y la razón no será tan fácilmente superado. Quizás la causa no esté en el asunto “per se”, sino en la limitación humana, en su mortandad, en su agonía, en la sepultura de los otros cuya presencia constantemente nos reclama.
El poeta Gustavo Adolfo Bécquer escribió que “Mientras haya un misterio para el hombre, / ¡Habrá poesía!”. Y mientras haya un padre, una madre, un hijo, un hermano o un amigo que estén dormidos en lo profundo de la muerte estará presente también cierto tipo de idea que sostenga la presencia de algún dios; ya que, de otra manera, la existencia sería mucho más insoportable de lo que es.
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