“Trampa de Dios, templo y burdel”, Pala
Recorrer Medellín, llegar al centro, acentuar la observación en el punto que concentra la implosión de una ciudad poliédrica, que se recorre con múltiples vidas, hecho de que es otra con las horas.
Transitar países en minutos porque son memoria en el nombre de unas cuadras, paradójicamente, la precariedad que en el rebusque de esta cultura emprendedora se debate con la supervivencia en la sociedad profunda, es acentuada por la crisis migratoria que encuentra oportunidad en estos lugares donde las reglas corresponden al vacío de la norma. Polvo debajo de la alfombra en la sala que sería el Distrito Especial de Ciencia, Tecnología e Innovación.
Encontrar ambientes para todos y para nadie, las personas aquí son todos y nadie, cuerpos que pueden valer todo y nada. Desfilan al paso individuos desorientados y en estado de abstinencia, jóvenes cautelosos, adolescentes escurridizos, mayores en estado de indigencia, madres e hijos menores con hambre, venteros ambulantes informales e ilegales, recolectores de residuos y recicladores, prostitutas y todo tipo subjetividades que no escatiman de edad ni género al acecho de servicios sexuales prestados de forma voluntaria e involuntaria. Personajes que son paisaje en medio de construcciones emblemáticas que en otrora serían los símbolos del poder industrial del Siglo XX en “la tacita de plata”.
Caminar el tramo intermedio debajo del viaducto del único metro funcional en Colombia, Estado que añoraba ser “el Silicon Valley de Latinoamérica” hasta hace unos meses, y dar con una serie de mundos entre los que se encuentra, además, una feria de cualquier número de artefactos tecnológicos robados a la orden. La oferta es robusta, útil y casi libre; corredor comercial donde es posible traficar hasta el alma si se apetece o se descuida, ver que aquello también son rostros de niñas y niños.
Los olores construyen tradiciones, poco a poco resignifican el espacio y sus usos; entre los sonidos hay sirenas, gritos, lamentos, risas, música y alaridos; girar la mirada y contemplar paredes que narran y manifiestan testimonios, favor similar al de la imprenta. Percibir con los sentidos acallando la pulsión de miedo para reconocer las condiciones de lo humano, las dimensiones posibles de nuestros ciclos biológicos y los espectros de la mente, el contraste decadente de ciudades inteligentes que olvidan que inteligentes deben ser primero los ciudadanos.
El poder punitivo es representado en esta ocasión por una joven mujer policía, cuyos gestos de temor delatan lo racional de la incompetencia ante una riña de 7 habitantes del sector, quien llama por ayuda a patrullas que se sumergen entre ríos de gente que subsiste del afán y en su carrera pretenden ralentizar el accionar de autoridades paralíticas respecto a sus asuntos de trascendencia. Es apenas lógica la resistencia entre realidades que se niegan entre sí, generando la franja de tolerancia que fractura irreconciliablemente a muchas familias cuando alguno de sus miembros se refugia en ella.
Son pocos metros tan extensos como las historias que acontecen entre dosis rebajadas con ladrillo raspado de catedrales, la tensión por los objetos que se carga hace más lejano el horizonte que se torna irrelevante al tratar de esquivar las siluetas que reposan sobre el suelo. Los alimentos que circulan entre toldos, basureros y costales, apelan al estigma con la capacidad adaptativa del organismo a contextos insalubres, reafirmando contundentemente que la vida es fin en sí misma.
En el transcurso, ya se vislumbra el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, pese a “la eterna primavera” que se disfruta en una tarde de sol, el corazón de Medellín se percibe sombrío y el desasosiego aumenta con el porte de armas blancas de quienes rondan a los visitantes de este patrimonio público. Con la cercanía, se halla un muro que excluye la hostilidad habitual de un turismo miope. Un muro sobre el que se tienden seres humanos que conviven en y con la calle, las drogas y dinámicas delincuenciales; un muro que pareciese querer desconocer a los Medellinenses en Medellín, ante ojos extranjeros que ven con cierto amarillismo un espectáculo de dolor sedado.
Dentro del muro se encuentra la obra de Botero, algunos policías que escogen por su apariencia sujetos para requisar y un juego de roles que sintetiza los quehaceres de una población con índices evidentes de miseria. Fuera del mensaje delirante que pretende segregar al público que usa el espacio público, el objeto del muro no surte más efecto que servir como parador del viento a quienes encienden papeletas de bazuco o cigarrillos de marihuana.
Se hacen insostenibles los paradigmas del marketing referente y distópicos los placeres que promueven las letras de reggaetón; la capital de este género es superada en sus esfuerzos progresistas por abordar las problemáticas desde una visión social sin profundizar en estructuras que cada día multiplican el daño, que no es posible mitigar con un considerable número de programas y políticas públicas que se ejecutan sin el compromiso suficiente ni el enfoque adecuado.
El abandono de la humanidad que se presencia en esta importante zona de una de las ciudades icónicas del continente, descompensa cualquier avance esperanzador a futuro, pues la brecha que se abre repercute directamente en la seguridad humana integral de toda la población.
Cuando nos hacemos conscientes de estos flagelos como coterráneos del mismo valle, la empatía conmueve en nosotros la necesidad de acción inmediata y coordinada desde las familias, el comercio, las organizaciones sociales, solidarias, las instituciones públicas y no gubernamentales, de manera cooperativa; invitándonos a replantear nuestra corresponsabilidad con el entorno en el que vivimos, así lo llamemos ajeno, sin notar que todo pasa a unos cuantos metros de lugares que por diversos asuntos debemos frecuentar como ciudadanos.
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