Es mejor malo conocido que bueno por conocer, pero a veces el conocido es tan malo que no queda más opción que el desconocido, así no sea tan desconocido ni tan bueno.
Pocas cosas buenas vendrán a la memoria de los de la generación del tapabocas cuando en unos años recuerden el insólito gobierno de Iván Duque Márquez, el presidente del COVID y de otras tantas desgracias.
A pesar de todo lo malo que se pueda decir y comprobar, Duque cuenta al menos en su haber con un milagro: él y solo él hizo posible y muy probable que en 2022 Gustavo Petro sea presidente de la República, y que su Pacto Histórico sea un movimiento con mayorías ¾en coalición¾ en el Congreso.
Es un asunto de aversión al riesgo: es mejor malo conocido que bueno por conocer, reza el dicho y dicta la costumbre, pero a veces el malo conocido es tan malo que no queda más opción que el desconocido, así no sea tan desconocido ni tan bueno.
Gustavo Petro no solo carga con una dilatada carrera política, dos candidaturas presidenciales fallidas y el sambenito de ser un desmovilizado del M-19, también vive con los fantasmas de su sintonía ideológica con el socialismo del siglo XXI y de su accidentado mandato en Bogotá.
La evidente afinidad de Petro con el chavismo lastró sus aspiraciones en la segunda vuelta presidencial de 2018. Al final muchos votaron más contra el miedo de la pauperización y de la inestabilidad social y económica a lo Venezuela que a favor de ver a Álvaro Uribe en interpuesta persona en el poder.
Petro gobernó Bogotá con estilo autoritario y con un dejo caudillista propio de un agitador y no de un alcalde. Aquellos años de improvisación, inestabilidad institucional y populismo aún los están pagando los bogotanos. El incremento del gasto habla más de lo que fueron sus propósitos que de los resultados que le dejó a la capital, y la manipulación descarada de la movilización ciudadana tras su destitución dio cuenta de los alcances de un funcionario embriagado de sí mismo.
Sin embargo, el gobierno Duque se encargó de que los peores miedos frente a un eventual gobierno petrista sean ya una realidad para millones de colombianos. Iván Duque dejará como legado un país de pobres y de hambre, fiscalmente arruinado, con una violencia insoportable y sumido en una profunda crisis moral por cuenta de los abusos y exabruptos institucionales de su gobierno. En dos años y nueve meses Iván Duque Márquez consiguió lo que no logró la guerrilla en cincuenta años: que los colombianos perdieran la fe en la democracia representativa.
El talante soberbio y torpe de Duque y de sus cortesanos -una aguamasa de políticos ladinos y tecnócratas ingenuos- hizo de Petro un estadista, alguien diferente a quienes hoy mal gobiernan. Petro aparece en la escena como el único político capaz de entender las angustias del pueblo, así ese pueblo -del cual Petro se declara vocero- no sea nada más que una ficción meticulosamente elaborada para disfrazar unos desaforados apetitos de poder.
Duque llevó a los colombianos a una situación en que parece mejor correr un riesgo que antes era impensable: confiar en el mesianismo petrista. Al final, el uribismo atrabiliario y fascista redujo la aversión a esa izquierda resentida, incendiaria y populista que viene cabalgando desde hace rato sobre el desorden público.
Y si así siguen las cosas, con un país a la deriva y ebrio de extremismos, el 7 de agosto de 2022 Gustavo Petro entrará al Palacio de Nariño sobre los hombros de Iván Duque Márquez, el milagroso.
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