El liberalismo en América Latina: una perspectiva integral de libertad y progreso

El liberalismo es la manifestación del respeto irrestricto al proyecto de vida del prójimo, abogando por un Principio de No Agresión (PNA) y defendiendo con vehemencia los derechos a la vida, la libertad y la propiedad. En América Latina, donde conceptos fundamentales como la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal y la cooperación social se entrelazan con la política y la economía, el liberalismo propone una injerencia mínima de cualquier colectivo, bien sea una institución, un grupo social, o incluso el Estado en la vida de las personas.

Alberto Benegas Lynch (h), un ícono del pensamiento liberal de Latinoamérica, ha sido un defensor férreo de estos principios clásicos del liberalismo. Su enfoque resalta la importancia de la libertad individual y la propiedad privada, elementos que ve como esenciales para el desarrollo económico y pilares para la construcción de una sociedad respetuosa de la autonomía individual y del pluralismo.

El liberalismo se concibe como una filosofía que promueve la libertad de los individuos para dirigir sus vidas, negocios y decisiones sin coerción ni intrusión indebida. Subraya que este sistema permite el florecimiento de las capacidades humanas y la generación de riqueza, basándose en el respeto (de nuevo), o en otras palabras: cada persona es la mejor gestora de su propio destino, y las interacciones voluntarias dentro de mercados libres conducen a resultados más justos y efectivos para la sociedad en su conjunto.

Remontándonos a los albores del liberalismo, encontramos en la ilustración el deseo de eliminar la monarquía absoluta y el “Derecho Divino”, sustituyéndolos por un sistema democrático, limitando los poderes del Estado y estableciendo un Estado de Derecho que, a su vez, permitiera la eliminación de las barreras al comercio y las políticas mercantilistas de la época.

Los valores fundamentales del liberalismo, como ya lo mencioné, la defensa y protección a la vida, la propiedad privada y la libertad de las personas para buscar su felicidad y prosperidad, fueron enfatizados por John Locke, quien es considerado el padre del liberalismo. Locke sostenía que la sociedad es producto del consentimiento de las personas, y que los políticos, siendo elegidos por el pueblo, deben rendir cuentas a este, manteniendo así el poder en manos de quienes verdaderamente corresponde: el mismo pueblo.

Immanuel Kant, sucesor en la tradición liberal, estudió la relación entre sociedad, libertad y Gobierno, sosteniendo que la libertad está directamente vinculada al derecho del individuo de obedecer solo aquellas leyes que reflejen su propia voluntad legislativa, apuntando así a la justicia como resultado de un consenso legal.

En los Estados Unidos, los padres fundadores retomaron las ideas de Locke y Kant, y con la influencia del ensayo El sentido común (en inglés, Common sense) de Thomas Paine, abogaron por los derechos naturales y de los hombres, estableciendo la igualdad ante la ley y sentando las bases para la abolición de la esclavitud. Estos principios se materializaron en la práctica con la afirmación de que todos los hombres son creados por igual, dotados de ciertos derechos inalienables, y que los Gobiernos se instituyen para garantizar estos derechos obteniendo sus poderes del consentimiento de los gobernados.

En el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi, el padre del Liberalismo latinoamericano y autor intelectual de la Constitución de la Nación Argentina de 1853, retomó estas ideas, criticando el estatismo heredado de la colonización española y proclamando la libertad como fuente de riqueza y progreso.

Más contemporáneo, en los años 60 y 70 del siglo pasado, John Rawls aportó una nueva dimensión al estudio del liberalismo con su teoría de la justicia como equidad y su concepto de la posición original, acompañado del “velo de la ignorancia”, para asegurar decisiones imparciales en la estructuración de la sociedad, con el fin de crear un código moral universal en una sociedad multicultural.

Hoy por hoy, el liberalismo en América Latina se encuentra en una encrucijada, desafiado constantemente por la necesidad de popularizar sus ideas en un contexto dominado por el estatismo. El liberalismo se ha visto atrapado históricamente entre la etiqueta de progresista o conservador, sin lograr formar partidos políticos duraderos que defiendan tanto la libertad económica como las libertades civiles. Dicho desafío es exacerbado por sistemas políticos que favorecen la bipolaridad y desincentivan la formación de minorías políticas significativas.

La hegemonía persistente del estatismo, asumida por la izquierda y por una derecha reacia a abrazar una perspectiva liberal auténtica, ha mantenido al liberalismo al margen de la política regional. La aparición de una “nueva derecha anti-estatista”, aunque no necesariamente liberal, ha aumentado la confusión y división entre los liberales, lo que se ve reflejado en la identificación errónea del liberalismo con la derecha y en las dificultades para mantener una identidad liberal clara y poderosa.

Para superar esta situación, es esencial que el liberalismo latinoamericano afirme una agenda auténticamente liberal, defendiendo la libertad individual en todos sus niveles y manteniendo la coherencia ideológica. Esto no es solo vital para la construcción de una identidad liberal sólida en América Latina, sino también para el cambio genuino y el progreso de la región. La solución no es abrazar a la izquierda empobrecedora y retrógrada, sino afirmar con fuerza los valores de la libertad individual, el libre comercio, la laicidad y la igualdad de derechos para todos, incluyendo las minorías sexuales y otras comunidades aún marginadas.

Nuestros países necesitan partidos políticos que, sin miedo a la impopularidad inicial, se atrevan a defender las ideas de la libertad y provocar un cambio liberal a través de ellas. Predicar en el desierto siempre será mejor que renunciar a la esencia de nuestras convicciones. En última instancia, el liberalismo tiene el potencial de trascender las divisiones políticas y convertirse en una fuerza motriz para una sociedad más justa y próspera en América Latina.


Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.

Joanna Guerra

Chilanga de pura cepa, es decir, originaria de Ciudad de México. Abogada por la Universidad del Valle de México y filósofa por la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), con maestrías en Educación y en Arte por la Universidad Privada de Irapuato (Estado de Guanajuato, México) y por la Royal London University. Doctora en Educación por la Universidad IEXPRO, con estudios en el Centro de Ciencias de la Complejidad de la UNAM y otros complementarios en Harvard University y Dartmouth College en los Estados Unidos.

Desde el año 2014 se desempeña como profesora en el IPN (Instituto Politécnico Nacional de México) y en el Colegio de Bachilleres. Considera que la Educación es la única manera de que las personas sean libres, e intervenir de manera directa contribuye a la autoconciencia y, por ende, a fomentar que los individuos comprendan que cada uno es un fin en sí mismo con derechos y obligaciones. Asimismo, dirige un despacho de abogados con especialidades en Derechos de Autor, y Marcas y Patentes. También ha organizado y participado de varios eventos académicos como moderador y disertante: distintos simposios, coloquios, y seminarios a nivel nacional e internacional en su natal México, Argentina, los Estados Unidos, Perú, Polonia, Alemania, entre otros.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.