(Orígenes del dribbling y otras emociones futboleras)
Ese prodigio era una mezcla rara entre Garrincha y Maradona, según decía César Luis Menotti. Era fumador, bebedor, ‘loco’, pero, ante todo, un gambeteador de fantasía. Alguien que, con el balón a los pies, era una especie de brujo, de Merlín, un superdotado para esa maniobra que al principio, cuando el fútbol aún tenía todo el influjo verbal de sus inventores —los flemáticos ingleses— se llamaba el dribbling. Hablo, claro, de René Houseman, un alero, un wing, puntero de raya, desbordador, que alguna vez le hizo un túnel (ellos, los argentinos, lo llaman caño) o, como lo connotábamos en el barrio: una ordeñada, ¿a quién? Nada menos que a Pelé.
Pudo ser mejor que Maradona. Pudo ser mejor que todos. No le dio la gana. O, quién sabe, el alcohol, la fiesta, el volarse de las concentraciones para ir a ver picados barriales o, claro, para beber y desbocarse, lo convirtieron en una leyenda urbana muy extraña. “Y chupe, chupe, chupe, no deje de chupar. El ‘Loco’ es el más grande del fútbol nacional”, rugía la afición. En cualquier caso, era un gambeteador de categoría, increíble. Parecía mentira aquel regate, aquella manera de pisar el balón, de dejar regados a los contrarios y seguir como una máquina humana hacia adelante, hacia la efímera —pero orgásmica— gloria del gol.
Y menciono a Houseman porque, en realidad, de lo que quiero conversar es sobre el dribbling. De dónde procede esa manera inverosímil de eludir al rival. No es propio de ingleses ni franceses ni alemanes. Es una condición esencial sudamericana. Como si fuera un conjuro contra miserias y otros obstáculos epistemológicos. Como si con esos movimientos impredecibles en un potrero, en un gramado, en un tierrero, se estuviera cambiando el mundo.
El fútbol, el del gozar porque sí, el del barrio, el de los baldíos y otros potreros, es (o era) una condición del ejercicio infinito de la imaginación. Una forma de la alegría sin pretensiones de grandeza, solo de diversión, de fiesta profana en la que se mezclan la amistad, los afectos, la solidaridad. El juego por el juego mismo. De manera que se podía apelar a la picardía, el engaño con gracia, la elusión del rival de modo de dejarlo indefenso, y quizá puto y rumiando desventuras. No me digan, por ejemplo, que en todo el inventario de gambetas que existe, el lance más humillante para el rival es pasarle la pelota por entre las piernas. Goza uno haciéndolo. Y sufre, hijueputea, se lamenta, y quiere hasta “matar” al rival, cuando es uno la víctima, ja, ja…
El dribbling tiene que ver, además de la necesaria habilidad, con el carácter. No cualquiera se atreve a burlar contrarios así, con ingenio, con malicia, con amagues y movimientos de pies que hipnotizan (cuando no idiotizan) al otro. Hay que tener cierta desvergüenza, temperamento y nada de pesar frente al que tenés al frente, al que te quiere impedir el paso. Es como ir avanzando entre un ejército enemigo que se opone a tu desplazamiento. Y hay que tener la imaginación muy despierta para lograr burlar las intentonas del otro por obstaculizar.
No sé si habrá una historia del dribbling futbolero, o, mejor dicho, de la gambeta, que es término lunfardo. En cualquier caso creo que su origen está en el Río de la Plata, tanto en Buenos Aires como Montevideo, tierras de tango. El cronista Borocotó (Ricardo Lorenzo), uruguayo y argentino a la vez, escribió hace tiempos en El Gráfico que driblear es propio de estas tierras que han sido carne de cañón y presa de diversos saqueos y desmanes colonialistas (y neocolonialistas).
“Dribleamos a la pobreza con sonrisas de eternos optimistas, dribleamos sobre el piso encerado de las milongas, dribleamos a los prestamistas que nos persiguen hasta la muerte con los pagarés…”, escribió en una nota de 1928. Y tras establecer varias hipótesis sobre el origen de esa maniobra, decía que en aquellos potreros de la memoria, llenos de pibes, de jugadores de un partido, en el que a veces eran innumerables los participantes, había que llegar al otro lado, a la portería contraria (quizá de palitos, de camisas envueltas, de piedras, de quién sabe qué otros delimitadores de emergencia), eludiendo. No haciendo pases de primera, sino que había una suerte de desafío personal, de reto individual. Y entonces era el momento de probarse cómo atravesar aquel mar de piernas.
Y así fueron surgiendo los firuletes de ingenio, los quiebres de cintura, el amagar hacia un lado e irse por el otro, la pelota (casi siempre de trapo en aquellos lugares de pobrezas y otras carencias) pegada al pie y de súbito un movimiento inesperado. Las mejores cátedras de fútbol (recordar que en Inglaterra el fútbol se hacía en los colegios, se enseñaba allí como parte del pensum) se dictaban en los potreros, recordaba Borocotó, guionista con Leopoldo Torres Ríos del filme Pelota de trapo.
Para el dribbling se usaban los sentidos, la intuición, se miraba un lado para irse por el otro, se acudía a la habilidad intrínseca, a los movimientos sutiles, a los desplazamientos insólitos, a mover las piernas de distintas maneras como un baile carnavalesco. Decía que la palabra más adecuada, más acorde con la lengua de estas naciones futboleras, es gambeta. Procede del italiano gamba (pierna), que pasó al lunfardo del tango para referirse a los movimientos bailables bautizados como gambetas, deslumbradores y elegantes.
Y el fútbol adaptó la gambeta tanguera para referirse a esos movimientos sorpresivos, rápidos, con los que se eluden contrarios y se dejan regados en el camino hacia la búsqueda del gol. Y así, con fintas, regates, amagues, el repertorio de jugadas creció, como parte no solo del ingenio popular sino de la rebeldía, la irreverencia, la libertad, la creatividad… Una demostración de repentismo y arte sobre la marcha.
En aquellas mangas de la infancia y la adolescencia se buscaba el arco contrario con una previa de jugadas insospechadas, de improvisaciones geniales, de esguinces a veces increíbles por la destreza en la ejecución, que era parte del mundo imaginativo de un deporte como el fútbol. Driblar era parte de un repertorio que en cada “picado”, en cada partidito de potrero, de calle, de cancha improvisada, se exhibía con espontaneidad y, por qué no, con cierto desenfado.
La gambeta es una muestra de recursividad e ingenio. Recordaba al principio a uno de los excelsos dribladores que en el mundo han sido, René Houseman, jugador del Huracán, de otros equipos argentinos y de la selección de ese país. Era un inventor. Sobre la marcha sacaba gambetas de su alucinante catálogo de mago. Imposibles. Quizá su talento le vino de la villa miseria en la que nació y creció. No soportaba concentraciones. Era un indomable. Siempre se arrepintió de haberle dado la mano al dictador Jorge Videla cuando Argentina ganó el campeonato mundial de 1978.
En el negocio del fútbol cada vez erradican de los estadios la ejecución de jugadas de fantasía. Parecen proscritas las demostraciones de talento. Para muchos que ya peinamos canas y que fuimos jugadores de potrero, la memoria está plena de gambetas sin límite. Había suficiente poesía en aquellos juegos en que la imaginación desbordada era la loca de la manga.
Siempre será una dicha ver gambetas como las del “Loco” Houseman o como aquellas que abundaban en las desaparecidas canchas de la infancia.
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