El hechizo de la diferencia



La reciente feria popular de brujería organizada por Comfama encendió un debate que, más allá de la superficie, nos invita a pensar en lo que somos capaces o incapaces de comprender. No se trata de discutir sobre pócimas ni supersticiones, sino de mirar de frente nuestros propios miedos a lo distinto. Cada sociedad revela en sus rechazos los límites de su imaginación, y quizá ahí esté nuestra herida más profunda, el temor a lo que no podemos explicar, a lo que no se nos parece, a lo que simplemente no entendemos.

Vivimos en un tiempo en el que la diversidad debería ser celebrada como una potencia, aunque con frecuencia la tratamos como una amenaza. Las culturas que no logran dialogar con sus diferencias terminan empobreciéndose y repitiendo  gestos de exclusión, expulsar lo raro, lo ambiguo, lo que no encaja. Esos gestos tienen consecuencias, porque no solo fractura la convivencia, también limita la posibilidad de crear cosas nuevas.

Los daños de ese miedo no se expresan únicamente en los conflictos políticos o sociales, sino en la forma en que se encoge la cultura. Cuando dejamos de escuchar, el pensamiento se marchita y la conversación se convierte en un monólogo. Nos quedamos hablando con los nuestros, en los mismos tonos y bajo las mismas ideas. Así la sociedad se vuelve menos fértil e incapaz de imaginar otros mundos posibles.

La brujería, en este contexto, es apenas una metáfora. Es un lenguaje ancestral que incomoda porque nos recuerda que existen otras formas de saber, de sentir y de habitar la realidad. Lo que algunos vieron como escándalo, otros lo vivieron como una celebración de la pluralidad. Esa tensión revela lo difícil que nos resulta aceptar que no todos miramos el mundo del mismo modo, y también muestra cómo esa diferencia, lejos de debilitarnos, puede ser nuestra mayor riqueza.

El filósofo Emmanuel Levinas decía que “el rostro del otro me interpela” y que es en la mirada ajena donde empieza toda ética posible. Mirar al otro sin juzgar ni pretender domesticarlo es el comienzo de cualquier encuentro auténtico. Tal vez esa sea la tarea de nuestro tiempo, mirarnos,  escucharnos y sorprendernos ante la existencia de lo diverso.

Cuando nos encerramos en nuestras certezas el mundo se encoge. En cambio, cuando abrimos la puerta a la diferencia, algo se ensancha. La imaginación, la empatía y la esperanza florecen. Quizá esa sea la verdadera magia, no la de los conjuros, sino la de encontrarnos una y otra vez desde lo que nos hace distintos y, al mismo tiempo, profundamente humanos.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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