La historia que van a leer seguramente la conocen o la han vivido. El pasado 28 de abril a eso de las 2:35 p.m. un amigo fue víctima, junto a su hijo de nueve años, de un fleteo. Iba en su carro por la glorieta de la Plaza Minorista y en un semáforo fue abordado por un motociclista, solo, con el casco a medio poner y con revolver en mano lo despojó de sus pertenencias. Lo más paradójico es que a unos 30 metros hay un CAI de la Policía Nacional. Luego del susto y de llorar con su hijo de miedo, rabia e impotencia, se dirigió a este CAI a realizar la denuncia; la respuesta: “¿tiene placas? Si no tiene las placas no hay nada que hacer”. Frente a esto mi amigo les preguntó: ¿Para qué son entonces las cámaras? Al final le recomendaron dirigirse a la estación de la Candelaria, allí a su vez, le recomendaron denunciar en línea. Cuando mi amigo me contaba todo esto, señaló: “parece ser que en este país nos tenemos que adaptar a que nos roben, la inseguridad parece ser un hábito”.
Según el sociólogo Pierre Bourdieu el habitus se entiende a partir de los condicionamientos que producen disposiciones duraderas y transferibles, estructuras predispuestas, principios generadores y organizadores de prácticas y de representaciones que son adaptadas a un fin, sin ser en lo absoluto el producto de la obediencia a determinadas reglas. Quiero plantear entonces que la inseguridad en nuestro país se convirtió en un habitus. En algo más del paisaje, algo con lo que debemos cargar los ciudadanos, porque al parecer las instituciones no pueden hacer nada.
El habitus es producto de la historia que da origen a prácticas individuales y colectivas que aseguran la presencia activa de experiencias pasadas a través de la percepción, los pensamientos y las acciones. Todo esto, dice Bourdieu, garantiza prácticas constantes en el tiempo y por eso el orden social no recae en las normas explícitas, jurídicas, sociales o morales, sino en el orden de los cerebros y los habitus. En pocas palabras, el orden social recae en lo que permanece y para nuestro caso, es el orden de la inseguridad y, por supuesto, del incumplimiento.
Quiero señalar que esta problemática no sucede solo en Medellín; en diferentes espacios he dicho que el problema de la inseguridad asociada al delito común existe en todas partes del mundo. Lo que si no existe (o por lo menos quiero creerlo) es ese tipo de respuestas por parte de las autoridades (que llevan a que la prueba recaiga en el ciudadano y no en el Estado) que configuran un habitus, donde el resultado es que todos tenemos la disposición duradera y transferible a la inseguridad, de ahí que sea algo del diario vivir. En otras palabras, terminamos interpretando nuestro entorno inseguro para luego adaptarnos a él, pues al final la respuesta de las autoridades será tardía, en ocasiones cómplice con la criminalidad o inexistente.
El estudio de la seguridad entonces debería preguntarse por estas cuestiones que incluso llegan a ser más fuertes que las tradiciones familiares, las acciones conscientes, los llamados al orden, o la simple palabrería de la legalidad y del apoyo institucional. Para que exista un orden social democrático donde prime la confianza entre ciudadanos y de éstos hacia el Estado, es necesario que conceptos como los de legalidad, legitimidad, seguridad y cumplimiento de las normas estén claros y sean parte de nuestras percepciones, pensamientos e imaginarios. Al final decía mi amigo: “uno cumple con el deber ciudadano de denunciar, pues de algún lado se debe romper esta cadena”. Y ahí es donde está el problema que debemos resolver como sociedad. ¿Cómo vamos a romper el habitus de la inseguridad? Si esto es así, considero que no es con balas, más pie de fuerza o más cámaras en cada esquina. Pensemos en una salida cultural.
Pedro Piedrahita Bustamante
@piedrahitab
08/05/2018