Hace cuarenta años, el Distrito de Aguablanca de Cali era un pantano sobre el cual se construyeron viviendas precarias, sin servicios públicos. Poco a poco los pantanos se fueron convirtiendo en barrios incipientes a donde se llegaba en jeep por vías destapadas, amenazados por las inundaciones y con crecientes problemas de convivencia. Hace 20 años tenía algunas vías, una mayor cobertura de servicios públicos y morían de forma violenta sólo en las comunas 13, 14, 15, 16 y 21 de Cali el equivalente a las muertes violentas de hoy en todas las 22 comunas y 15 corregimientos de la capital vallecaucana. En la actualidad hay vías pavimentadas, transporte masivo, infraestructura cultural, oficinas de la administración municipal, servicios públicos, alcantarillado, colegios, dos grandes hospitales y una menor tasa de homicidios. Se superaron muchos retos, pero hay nuevos y aceptar el avance no implica desconocer lo que falta. No obstante, la opinión pública coincide en asegurar que las cosas van por mal camino.
El anterior ejemplo puede aplicar para cualquier ciudad de Colombia, para cualquier población, y sirve para poner en perspectiva el antes y el después de nuestro país. Pero, curiosamente, el pesimismo se encuentra en niveles elevados y eso ha precipitado que los discursos políticos más taquilleros y rentables sean los que venden el fracaso como respuesta para entender nuestra realidad. Algo que Albert O. Hirschmann, un intelectual alemán con vínculos con Colombia, bautizó como fracasomanía, esa tendencia a desestimar cualquier conquista o progreso. En el caso de las elecciones presidenciales, los mensajes que más han logrado la atención de las audiencias son aquellos que parten del diagnóstico que todo está mal. Una versión de la demagogia, toda vez que la solución para la enfermedad que se diagnostica sólo la produce quién hace el diagnóstico. Muy conveniente.
Los peligros de la retórica del fracaso quizás no han sido suficientemente interiorizados: por un lado, ponen en riesgo las conquistas objetivas de la sociedad y, por otro, siembran el pesimismo que minan la confianza y el respaldo a las instituciones. Inducir al voto de los ciudadanos para elegir una opción que juzga que todo anda mal, puede precipitar resultados fallidos como crisis económicas, institucionales y sociales. Ahora bien, ¿aceptar avances es continuismo? No necesariamente, los cambios y las reformas no tienen siempre que alterar las estructuras de la sociedad. Por ejemplo, criticar la política económica del Gobierno no necesariamente implica el cambio del modelo económico: se puede conservar la propiedad privada y la estructura productiva de la economía colombiana reduciendo las cargas impositivas de las empresas y aumentando la de las personas naturales.
La fracasomanía entiende el mundo como dos polos, sin matices. Donde todo está mal, nada puede estar bien. Nadie discute que los pobres en Colombia la pasan muy mal, que tienen menos oportunidades que los ricos y que ahí se tiene que hacer mucho más. Pero negar cualquier avance en coberturas de los servicios sociales del Estado puede implicar que un demagogo con poder imponga una política que afecte estas coberturas, pongan en riesgo la sostenibilidad de las finanzas públicas que mantienen estos programas y termine generando un retroceso. De idéntico modo, es un elocuente caso de fracasomanía decir que el acuerdo de paz no funcionó, llegar, modificarlo al punto de dañarlo y devolver al país a la incertidumbre y a una confrontación superada. La fracasomanía, como producto de la demagogia, no cree en hechos ciertos y suele conllevar la toma de malas decisiones.
En una ocasión anterior insistí que el 27 de mayo la votación debía ser por alguien que entienda que el país necesita audacia para seguir avanzando, ideas nuevas para avanzar más y mejor, pero que acepte las bases ya construidas y esté dispuesto a construir sobre ellas. El fantasma más peligroso en este momento no es el del Comunismo: es el de hacernos creer que hemos fracasado.