Inicio con una comparación para tengamos una idea de la magnitud del error. Imagínese que usted compra una vivienda, ya sea una casa o un apartamento en un conjunto cerrado, regido por un Reglamento de Propiedad Horizontal; hay una junta de copropietarios, hay un administrador y se paga una cuota mensual por el servicio de administrar la copropiedad. Hasta ahí no pasa nada, eso es muy común en Colombia y otras partes del mundo. Ahora imagínese que el administrador de la copropiedad tiene el poder de decidir con cuánto se queda usted de su salario cada mes; qué tipo, dónde y qué contenidos reciben sus hijos en la educación, y qué se les enseña sobre educación sexual; cuánto paga por los servicios públicos; qué tipo de carro puede tener; cuánto debe pagar por los alimentos que compra; con quién puede y no puede hacer negocios, y en qué términos y cómo debe hacerlos; a quién se contrata para la seguridad del edificio; qué robos y problemas de seguridad se investigan y cuáles no; qué es moral y qué es inmoral; entre otros… ¿Qué le parece eso? Pues eso es ni más ni menos, a gran escala, lo que hace el Gobierno de un país como Colombia; eso sí, al administrador (o Presidente) lo eligen democráticamente cada año, pero como el administrador tiene el poder de decidir cuánto le cobra por la administración en acuerdo con la junta (Congreso), puede recaudar unas sumas extra para comprar algunos votos y quedar elegido por varios períodos, o puede vender su puesto por una suma de dinero como sucede con algunos cargos públicos, por si no lo sabía.
La mayoría diría “es que esa analogía no aplica porque el Gobierno de un país se maneja en un nivel de normas diferentes, y sus miembros deben tener «poderes especiales» o «fueros» o cierta protección para poder ejercer sus cargos”; es la misma mayoría que se queja de que haya corrupción, de que nunca hay una investigación judicial de grandes proporciones, que solo agarran a los “peces pequeños”, y así sucesivamente. A esas mismas personas hay que decirles que uno de los mejores actos de magia propagandística e ideológica –si no el mejor de toda la historia, después del dinero Fiat– ha sido convencer a la mayoría de que los políticos deben tener tratamiento especial, e inmunidades explicitas e implícitas. Esa idea de que un magistrado de las cortes es como un pequeño punto inalcanzable en las alturas, lejos de toda mala influencia terrenal y rodeado de pureza; o que los congresistas son los representantes del pueblo que velan por los intereses de sus votantes y no votantes, “hacedores y progenitores de la ley”, “padres de la patria” y demás tonterías que se venden como dogma; o que el Presidente de la República es un semidios atado y limitado por la separación de poderes y siempre al servicio de los ciudadanos, no es más que una fruslería de ingenuos e ignorantes.
Esa mentira es derivada del concepto de Estado ilimitado: Estado todopoderoso que puede decidir sobre todo asunto, sobre toda persona y en todo lugar. Si se fija bien en la frase anterior, se dará cuenta que ese concepto, asume que el Estado es –o debe ser– omnisciente, omnipresente y omnipotente –por eso las cámaras de vigilancia y las apps para rastrear el COVID-19 y un Presidente que les puede cerrar los negocios a los “no esenciales”, ¡imagínese eso! una persona puede decidir quién es esencial y quién no– tiene su origen en la Ilustración –muy moderno este–; no en la Ilustración inglesa original del siglo XVIII, sino en la continental europea, especialmente, la de corte francés. ¿Cuál es el problema? Es obvio para el que no cree que el Estado es o deba reemplazar a Dios, sea o no sea ateo, y es exactamente la razón fundamental por la cual la Constitución Política de Colombia, la actual o la de 1886, y cualquiera que contenga ese error, nunca funcionaron y nunca funcionarán; serán siempre abortos en el útero de la razón, considerada como única fuente de verdad por los más radicales defensores de la Revolución Francesa, y cuya esterilidad se desprende del abuso de la lógica, que solo puede ver el mundo como una colección de objetos inertes, la cual no reconoce la realidad dinámica y viva de la experiencia humana.
Constituciones como la colombiana –y la que proponen en Chile– se agotaron y agotarán no más ponerlas en práctica, porque son documentos que no reconocen una verdad básica de las sociedades humanas: el ser humano tiende al mal, que se amplifica cuando se le proporciona el incentivo y se sale de todas las proporciones cuando se le dan los medios para desatarlo, como sucedió en el siglo XX con todas las guerras y conflictos, y en Colombia, con la idea de las guerrillas y los falsos procesos de paz que lo único que trajeron –y van a seguir trayendo– es una ola de seres humanos a puestos con poder ilimitado sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. Eso sí, por medios indirectos y manteniendo las formas con todo el procedimiento democrático, para que el velo invisible de legitimidad que cubre ese error fundamental –el de no limitar el Estado y quienes trabajan en la administración de bienes públicos–, puedan ejercer a su gusto y anchas, con toda impunidad, sus cargos, y al mismo tiempo, puedan ser llamados “doctores”, “doctoras”, “lideres”, “lideresas”, “presidente”, “vicepresidente”, “congresista”, “ministro”, entre otros, y gocen de prestigio, respeto y salarios pagados con los que decide arbitrariamente, el administrador del edificio, que nos debe quitar para disminuir la desigualdad, hacer solidaridad o las demás excusas que se inventa(inventan) para engañar a la gente.
Quien lea con atención la Constitución Política de los Estados Unidos, se dará cuenta de que los padres fundadores siempre tuvieron muy presente la falibilidad del individuo y la debilidad ante la tentación; esa es la contribución principal de la tradición judeocristiana a ese documento y por eso ha resistido por más de 200 años, y sigue vigente, a pesar de que los progresistas lo detestan porque obviamente la izquierda, como característica fundamental, odia los límites al Estado –y a los individuos que trabajan en ello–. Hay otras constituciones como la de Suiza, en la cual, la democracia es directa y los impuestos son de nivel constitucional, y aunque es de tradición europea continental, pone un freno efectivo al tamaño y alcance del Estado, reconociendo por ejemplo que no se puede gastar ilimitadamente.
Si a la Ilustración se le revisan sus cimientos, uno puede encontrar que sus resultados arquitectónicos no son homogéneos. Por un lado, está el edificio de la Ilustración de influencia inglesa (o británica, según se mire), donde, a pesar de que hay un reconocimiento a la necesidad de la razón y la ciencia como herramientas del progreso, no se pierde de vista que no son más que eso, herramientas, y no ídolos de culto, como si sucedió en la tradición ilustrada continental europea, especialmente en Francia y Alemania; y se mantiene el derecho natural, las cortes que generan precedentes y el sentido común junto con la libertad individual como reguladores naturales de las relaciones humanas. Mientras que, los países que se tragaron completa la idea de los “derechos del hombre y del ciudadano”, y del derecho positivo, con los entes legislativos como codificadores y creadores de ley, se han matado y asesinado en masa, y con bastante frecuencia, como los dos países vecinos antes mencionados, o Colombia, donde la larga carrera por eliminar esa idea errónea del Estado ilimitado gobernado por dioses perfectos con fuero divino ¡Apenas comienza!
Notas:
- SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Lemonnier, A. C. G. (1812). Lectura de la tragedia “El huérfano de la China” de Voltaire en el salón de madame Geoffrin [Óleo sobre lienzo]. Rueil-Malmaison: Musée National du Château de Malmaison.
- Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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