“El filósofo italiano fue de los pocos en primero señalar que las medidas biopolíticas para hacer vivir y no dejar morir utilizadas como excusa para contener el virus son la prolongación de estados de emergencia como el que fue declarado el año 2001 después del atentado terrorista a las torres gemelas”
Dos países latinoamericanos que respectivamente se encontraban bajo estado de excepción debido a la emergencia provocada por COVID-19 han declarado su fin. El primero, Ecuador el 20 de mayo del presente año; el segundo, Chile el 27 de septiembre. Por su parte, en Colombia aún se mantiene en pie lo que se ha venido llamando estado de emergencia sanitaria, quizás debido a nuestra manera eufemística de expresarnos.
Esto me lleva a recordar que hace unos días, en medio de esos encuentros largos y abrumadores en los que incurre la academia, alguien se refirió a Giorgio Agamben como un autor prohibido, un autor de esos de los que se habla en todas las charlas académicas, algo así como un individuo con ideas muy chapadas a la antigua, carente de toda creatividad. No obstante, caben mencionar que el filósofo italiano fue de los pocos en primero señalar que las medidas biopolíticas para hacer vivir y no dejar morir utilizadas como excusa para contener el virus son la prolongación de estados de emergencia como el que fue declarado el año 2001 después del atentado terrorista a las torres gemelas. Por lo cual, como lo aclara en su obra más reconocida, Homo sacer: Il potere sovrano e la nuda vita, reducir al ser humano a la zoē, a la simple existencia biológica, a cambio de renunciar a nuestros derechos políticos y nuestra expresión humana, es el camino certero hacia el estado de excepción.
En el caso en particular de la COVID-19, el autor señala dos razones por las cuales el estado de excepción se convierte en la regla a medida que se propaga virus. El primero, a que “hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno”; y el segundo, al “estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal”.
Es por ende que estas medidas de corte militarista que tratan a la enfermedad cual metáfora para la guerra —como en su momento criticó la escritora Susan Sontag— resultan peligrosas y para nada loables. Dicho esto, resta esperar que esta reacción de pánico colectivo ante la enfermedad, o a ante cualquier emergencia del futuro, no se siga repitiendo cada tanto, dejando así secuelas que se verán reflejadas cual rituales burocráticos; pues recordemos que la emergencia del 9/11 y la guerra contra las drogas —otra pésima metáfora— aún nos mantienen quitando los zapatos y el cinturón en los aeropuertos dos décadas después.
Siendo así, cabe preguntarnos ¿Por cuántos años seguiremos el ritual de las máscaras y el sistema regulatorio del rastreo y la datificación de los cuerpos? ¿Por cuántos años continuaremos viviendo la nuda vita, la vida en función de las necesidades biológicas a la vez que relegamos nuestra experiencia humana que, en esencia, requiere del contacto con el prójimo?
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