La semana pasada se dio una disputa mediática entre el fiscal Francisco Barbosa y el presidente Gustavo Petro. La controversia alcanzó tal magnitud que la Corte Suprema de Justicia se vio en la necesidad de intervenir.
Todo inició cuando el presidente Petro a través de un tweet cuestionó la gestión del fiscal delegado Daniel Hernández por no impedir presuntamente homicidios a mano del clan del Golfo y favorecer sus intereses. El fiscal Barbosa respondió diciendo que le atribuía responsabilidad al primer mandatario por lo que pudiera ocurrir con la vida de Daniel Hernández y de su familia, y recordó que en el pasado éste había sido víctima de la masacre de La Rochela al ser su padre asesinado por paramilitares, por lo que resultaba una grave acusación en su condición de víctima de derechos humanos.
Desde España el presidente le respondió al fiscal general diciendo que “la vida de 200 personas no sólo se puso en peligro, sino que fueron asesinadas, y que la fiscalía sabía del listado antes del asesinato”. Y más tarde, al ser interrogado por la polémica, manifestó: “el fiscal olvida una cosa que la constitución le ordena: yo soy el jefe de Estado, por tanto, el jefe de él”.
La afirmación, como era de esperarse, hizo eco en pocas horas y generó gran revuelo. Quisiera referirme a la afirmación del primer mandatario y hacer una corta reflexión.
De acuerdo a la constitución de 1991, Colombia es un Estado Social de Derecho. La cláusula de “Estado Social” hace relación a la necesidad del Estado de garantizar unas prestaciones básicas que permitan dignificar las condiciones de vida de la persona y del conglomerado social, como el sistema de salud, de educación y pensional. Que usualmente se agrupan bajo el concepto genérico de “sistema de protección social”. Para ello se activan una serie de mecanismos, políticas y sistemas de iniciativa pública. Su finalidad es siempre lograr mayor equidad en el complejo entramado de la sociedad. Tiene su origen en la Alemania Prusiana del siglo XIX.
Sin embargo, la cláusula que nos interesa desarrollar es la de “Estado de Derecho”. Éste hace relación, en su acepción clásica, a la necesaria sujeción de todos los ciudadanos y fundamentalmente de los funcionarios y servidores públicos al ordenamiento normativo. O como lo denomina la tradición francesa clásica “al imperio de la ley”. Se refiere, en otras palabras, a que todos los ciudadanos deben acatar las normas jurídicas para asegurar orden y el respeto a los derechos y las libertades del otro, pero al mismo tiempo tienen la garantía de que sólo serán procesados y condenados con base a esas mismas leyes preexistentes.
Algunos refieren que su origen se encuentra en la doctrina alemana del Rechtsstaat en el siglo XIX, teniendo como padre intelectual a Robert Von Mohl. Otros afirman que su aparición se remonta a la revolución francesa con las ideas de la ilustración, en especial de Montesquieu, y la declaración universal de los Derechos humanos.
Lo claro es que el concepto de Derecho surge como una respuesta histórica al Estado absolutista, y la necesaria búsqueda de limitar y controlar el actuar abusivo y arbitrario del Estado y de sus autoridades y de permitirle a los ciudadanos que sus derechos sean protegidos y garantizados eficazmente.
Pero del concepto de Estado de derecho hay otro que se deriva, porque es su presupuesto y a su vez su efecto necesario, y es el de la tridivisión de poderes. Una tesis que seguramente muchos recordarán de las clases de ciencias sociales en el bachillerato porque el profesor se encargaba de repetir hasta la saciedad y que más de un sufrimiento debió haber generado.
La noción de la tridivisón de poderes fue ideada por el francés Montesquieu en el siglo XVIII, autor del célebre libro El Espíritu de las leyes. Y hace alusión a que el poder del Estado debe estar dividido en tres poderes, el ejecutivo, el legislativo y el judicial, ejercido por órganos e instituciones distintos, autónomos e independientes entre sí.
Su justificación está en la necesidad de controlar el poder del Estado, pues si el poder está dividido y ejercido por órganos que no están subordinados entre sí, se pueden controlar y vigilar entre ellos, evitando los excesos. Se ideó de manera principal como fórmula para evitar el abuso de poder por parte del ejecutivo, que históricamente ha sido el poder de mayores excesos y que ha intentando subordinar y controlar los otros poderes, con el ejemplo de tantos monarcas y emperadores en todos los lugares y épocas.
Como se dijo, los órganos de cada poder son autónomos e independientes respecto a los de los otros poderes, de manera que ninguno está sometido ninguno. Guardan relaciones de coordinación, colaboración y control. Por lo que no es difícil concluir, de acuerdo a la breve explicación dada, que siendo Colombia un Estado Social de Derecho, la afirmación del primer mandatario de que es jefe del fiscal es errada. Si bien el artículo 189 de la Constitución Nacional establece que el presidente es la máxima autoridad administrativa, lo es dentro del poder ejecutivo, y el fiscal hace parte del poder judicial.
Aunque la declaración de Gustavo Petro fue irresponsable y equivocada, también es importante expresar que el fiscal general tiene unas funciones muy claras y detalladas constitucionalmente resumidas en orientar y dirigir la política criminal del país y acusar los altos cargos del Estado. Y que muchas de sus declaraciones y controversias no parecen atender al ejercicio de su labor legal y constitucional sino a la expresión de opiniones políticas personales.
Colombia es un país de una institucionalidad rota y este tipo de confrontaciones entre altos funcionarios del Estado ahonda en esa precariedad. Por el bien de las instituciones y de la confianza ciudadana que tanto el presidente como el fiscal general dejen sus rencillas de adolescentes y asuman con entereza el rol para el que fueron elegidos.
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