“El presidente y su gabinete han dado muestras sistemáticas de estupidez, pero también han demostrado que su desprecio por la vida de los pobres sólo puede estar motivado por un grave defecto moral. El “Nuevo Ecuador” es la demostración más palpable de que la estupidez y la maldad no son mutuamente excluyentes”.
El economista italiano Carlo Cipolla publicó en 1988 “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. En dicho ensayo, identificó cuatro tipos de personas según los beneficios y perjuicios que un individuo se causa a sí mismo y a los otros: 1) los inteligentes, que se benefician a sí mismos y a los demás; 2) los incautos, que benefician a los otros pero se perjudican a sí mismos; 3) los estúpidos, que perjudican a los demás y a sí mismos; y 4) los malvados, que se benefician a sí mismos perjudicando a los otros.
En principio, uno podría pensar que el tipo más peligroso de persona es el último. Ciertamente, quienes hemos tenido la mala fortuna de relacionarnos con personas malvadas podemos dar fe del daño que esta clase de seres puede provocar en uno. No obstante, para Cipolla, el tipo de persona socialmente más peligrosa es el tercero. El de los estúpidos es “un grupo no organizado, que no se rige por ninguna ley, que no tiene jefe, ni presidente, ni estatuto, pero que consigue, no obstante, actuar en perfecta sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible, de tal modo que las actividades de cada uno de sus miembros contribuyen poderosamente a reforzar y ampliar la eficacia de la actividad de todos los demás miembros”.
Una opinión similar tenía Dietrich Bonhoeffer, un pastor protestante alemán ejecutado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. En su breve ensayo titulado “Sobre la estupidez”, escrito durante su tiempo en prisión, Bonhoeffer afirmaba de manera categórica que “la estupidez es un enemigo más peligroso del bien que la malicia”. Los malvados son, a pesar de todo, pocos; los estúpidos, en cambio, abundan. Para el teólogo devenido en sociólogo, la estupidez no es un defecto intelectual sino humano. No se trata de un defecto congénito, sino que, “bajo determinadas circunstancias, las personas se vuelven estúpidas… la estupidez es quizá menos un problema psicológico que sociológico” —en esto difiere, por cierto, de Cipolla.
Bonhoeffer atribuía el ascenso del nazismo a la manipulación que Hitler había logrado de una porción considerable del pueblo alemán: “Habiéndose convertido así en un instrumento sin mente, el estúpido será también capaz de cualquier mal y al mismo tiempo incapaz de ver que es malo”.
Salvando las distancias, a día de hoy el mundo vive una situación análoga a la que vivió Europa en el período de entreguerras. La estupidez es hábilmente instrumentalizada por gobernantes y dirigentes inescrupulosos cuyas ideologías se fundan en el odio irracional al otro. El inmigrante, el pobre, la mujer, el socialista, el árabe, el negro, el homosexual son el origen de todos los males que aquejan a la sociedad y, por lo tanto, cualquier acción que el poder público ejecute en su contra se hace por un bien superior. El fin justifica los medios.
El estúpido acepta este discurso, no porque sea esencialmente malvado, sino por una deficiencia cognitiva. Ve patrones donde no los hay y los ignora allí donde son más evidentes. Desconfía de los científicos, pero cree ciegamente en las cadenas de WhatsApp que se comparten incesantemente en el grupo de su condominio. Es incapaz de formularse una opinión propia sobre un tema desconocido; siempre debe aguardar a que su influencer de confianza se pronuncie para poder opinar. El razonamiento lógico le es completamente ajeno.
Ahora bien, no creo que la frontera entre la estupidez y la maldad sea tan nítida como sugiere Cipolla. De hecho, no creo que sean padecimientos excluyentes. Basta con mirar lo que lleva ocurriendo en el Ecuador durante los últimos meses. Aunque a primera vista podría parecer que el gabinete de Daniel Noboa es un rejunte aleatorio de cromosomas, lo cierto es que sus declaraciones contradictorias y su uso desprolijo del idioma castellano no son sino una forma de hablarle, en su propio lenguaje, a su fanaticada. Alguien hay dentro del gobierno que es lo suficientemente inteligente como para entender que la instrumentalización de la estupidez es la forma más efectiva de garantizar la reelección del niño mimado de Carondelet, aun a coste de pasar por encima de una ley que ni la Asamblea ni la Corte Constitucional parecen muy empeñadas en hacer respetar.
El presidente no sólo heredó de su padre su fortuna y sus limitaciones intelectuales, sino también su absoluto desprecio por la vida de la gente humilde. Si Alvarito se dedicaba a esclavizar niños pobres en sus haciendas, Danielito avala su asesinato y desaparición por parte de las fuerzas armadas. Si Alvarito enviaba rompehuelgas armados a disparar en contra de los trabajadores sindicalizados de sus haciendas, Danielito da el visto bueno para que se utilicen fondos públicos con el fin de destruir la reputación de los menores asesinados y sus familias en redes sociales.
El de la estupidez, como el de la maldad, es un problema moral. La gente como Noboa, Lofredo, De la Gasca y los militares que asesinaron a los cuatro menores de Las Malvinas duerme tranquila en las noches porque sólo las personas buenas sienten remordimiento cuando han hecho algo malo. Pero lo mismo ocurre con los infradotados que comparten noticias falsas injuriando a los menores y culpando a sus padres por su desaparición. Porque, como nos enseñaron los antiguos, no se puede aspirar a ser bueno si no se procura la sabiduría, de modo que nadie que actúe movido por esa fuerza imparable que es la estupidez puede ser bueno, trátese de Daniel Noboa, Arturo Magallanes o del tonto del barrio.
A lo largo de más de un año, el presidente y su gabinete han dado muestras inequívocas y sistemáticas de estupidez, pero también han demostrado que su desprecio por la vida de los pobres sólo puede estar motivado por un grave defecto moral. El “Nuevo Ecuador” es la demostración más clara de que, contrario a lo que creía Cipolla, la estupidez y la maldad no son mutuamente excluyentes.
Por cierto, se me puede objetar que, como politólogo, no debería expresarme en estos términos. Es verdad que escribo estas líneas en parte motivado por la rabia y la indignación, pero no estoy sugiriendo que a quienes apoyan a este gobierno se les prohíba votar. Siempre voy a preferir la democracia a cualquier clase de autoritarismo. Y justamente porque esa es mi convicción política fundamental es que me preocupa el grado de deshumanización al que nos está conduciendo la propagación del discurso gubernamental entre las mentes más débiles de mi país. Porque es imposible que la democracia sobreviva cuando una parte considerable de la ciudadanía justifica y celebra los atropellos del poder político en contra de los más vulnerables. Porque la estupidez es el instrumento más eficaz del que dispone la maldad.
La estupidez es un fenómeno social como cualquier otro que, por lo mismo, merece la atención de científicos sociales y filósofos. En términos puramente formales, no existe diferencia entre referirse a un sujeto como “estúpido” y catalogarlo como “ambicioso”, “explotado” o “averso al riesgo”. El hecho de que el término “estúpido” se utilice habitualmente para descalificar a alguien no debería privarnos de su uso como categoría de análisis. A fin de cuentas, los académicos están acostumbrados a utilizar categorías analíticas también como descalificativos (piénsese en el uso que se le da en las universidades a términos como “neoliberal”, “posmoderno”, “positivista”, “marxista”, etc.). Es momento, pues, de prestarle a la estupidez la atención que reclama de nuestra parte.
***
La primera ley fundamental de la estupidez de Cipolla reza: Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo. Los estúpidos ponen presidentes —sino que le pregunten a Javier Milei. Los estúpidos constituyen una fuerza social que empuja el péndulo de la historia de la civilización a la barbarie. Cuando los gobiernos “esperan más de la estupidez de la gente que de su independencia y sabiduría interiores”, los países se hunden en un pozo de intolerancia, autoritarismo y violencia del que es extremadamente difícil salir.
El panorama no podría ser menos esperanzador. Los estúpidos ya no sienten vergüenza de sí mismos y los malvados ya no temen hablar en voz alta. El espíritu de nuestro tiempo es el odio a la razón y la indigencia moral.
Comentar