El economista y el político

Luis Guillermo Velez Alvarez economista

El economista y el político: encuentros y desencuentros en los albores de la economía.

(Para mi maestro y amigo, Carlos Esteban Posada, economista de pura sangre)

Entre la persuasión y la prueba

El título de esta charla alude, como muchos lo habrán adivinado, al de una pequeña obra de Max Weber, “El político y el científico”, donde se recogen un par de conferencias suyas – La política como vocación y La ciencia como vocación – dictadas a los miembros de la Asociación Libre de Estudiantes de Munich en el invierno de 1919, cuando aún resonaban los estruendos de la dura represión del Levantamiento Espartaquista durante la llamada “semana sangrienta” de Berlín del 5 al 12 de enero de ese año.

Max Weber, nos recuerda Raymond Aron en el prólogo a la edición francesa de esa obra, era un científico y no un hombre político ni un estadista. Historiador, sociólogo y economista estuvo siempre “preocupado por la cosa pública durante toda su vida – continúa Aron – y no dejó nunca de experimentar una especia de nostalgia de la política, como si la finalidad última de su pensamiento hubiera debido ser la participación en la acción”[1]. De alguna forma a todos los economistas, incluso a los que se ocupan de los aspectos más abstractos de nuestra disciplina, se les puede aplicar este predicamento.

El político es antes que nada un hombre de acción que aspira a participar en el poder o en la distribución del poder de un estado como medio para alcanzar otros fines – egoístas o altruistas – o por el disfrute del poder mismo, del sentimiento de superioridad y prestigio que el poder confiere. Todos hacemos política de manera ocasional y en ocasiones furtiva. Weber está pensando en el político profesional, es decir, en el que vive para la política o vive de la política o ambas a la vez. Son dos los rasgos fundamentales de este personaje. El primero está ligado a su naturaleza de hombre de acción y es la convicción de que la voluntad – la voluntad política- es la determinante de que ocurran o no determinados acontecimientos en la vida social. El segundo tiene que ver con la naturaleza de su discurso cuya esencia es la persuasión. Todo discurso político es en efecto una cierta evaluación sobre la propiedad e impropiedad de un estado de cosas y la consiguiente propuesta de preservación o cambio. La naturaleza de los estados de cosas propios de la política es su carácter contingente y la de admitir, por lo tanto, múltiples respuestas. De ahí que le discurso político deba ser persuasivo – no demostrativo- que busque convencer, reunir voluntades, alcanzar acuerdos[2].

Y esto nos lleva al científico. El científico de Weber es un universitario, docente e investigador. En su discurso Weber da cuenta del desarrollo de la vida académica norteamericana, que a su juicio se impondrá a la vida académica alemana. “La vida universitaria alemana se americaniza, como se americaniza nuestra vida entera…”, escribió[3]. Y ese desarrollo está signado por la creciente especialización y profesionalización del quehacer científico. La ciencia moderna no es un asunto de visionarios inspirados. La ciencia moderna es una vocación que se realiza a través de la especialización y del empleo de ciertos métodos investigación, demostración y prueba enderezados a la búsqueda de la verdad. Búsqueda ésta que se justifica en sí misma.

Pero esta caracterización no parece aplicarse de la misma forma a las diversas ciencias. “La relación del trabajo científico con estos supuestos previos – escribe Weber – es (…) muy distinta según la estructura de las diferentes ciencias”[4]. En el caso de las ciencias naturales no parece haber ninguna duda: “Todas la ciencias naturales responden a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida”[5]. Pero llegado al terreno de la sociología, la historia, la economía, la teoría del estado – “las disciplinas que yo tengo más próximas”, dice Weber – nuestro autor vacila y se siente obligado a precavernos contra el riego que amenaza el quehacer científico en la forma en que lo ha definido. Se trata, por supuesto, de la política. La política no tiene cabida en las aulas – afirma tajantemente. No “han de hacer política en las aulas los profesores y menos que nunca cuando han de preocuparse de la política desde el punto de vista científico”[6].

No resulta difícil admitir como obvia esa posición cuando está referida a lo que podemos llamar la política partidista, inmediata, electoral. La dificultad radica en establecer, en cada momento y circunstancia, el límite entre ésta y la política entendida en un sentido más general – como creo la entendemos muchos de nosotros – es decir, un conjunto sistemático de conocimientos, provenientes hoy de diversas disciplinas especializadas, entre ellas la economía, que son útiles al estadista y al ciudadano para una mejor comprensión de los mecanismos de la vida social y de los límites que éstos imponen a su accionar.

Max Weber reconoce la dificultad.

“Ciertamente no cabe demostrarle a nadie científicamente de antemano cuál es su deber como profesor. Lo único que se le puede exigir es que tenga la probidad intelectual necesaria para comprender que existen dos tipos de problemas perfectamente heterogéneos, de una parte, la constatación de los hechos, la determinación de contenidos lógicos o matemáticos o de la estructura interna de fenómenos culturales; de la otra, la respuesta a la pregunta por el valor de la cultura y de sus contenidos concretos y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad cultural y en las asociaciones políticas. Si alguien pregunta que por qué no se deben tratar en el aula los problemas de este segundo género hay que responderle que por la simple razón de que no está en las aulas el puesto del demagogo o del profeta”[7]

Por supuesto que la respuesta de Weber está lejos de ser plenamente satisfactoria. Como tampoco lo son las distinciones introducidas por Walras – economía pura, economía social, economía aplicada – o por Friedman – economía positiva y economía normativa. El hecho es que incluso de las proposiciones o resultados más abstractos de la teoría se derivan consecuencias en el campo de la política que implican la realización de cierto tipo de acciones o la omisión de otras. En nuestra inevitable relación con el político esto parece exigirnos alternar entre un discurso persuasivo, el de la política, y un discurso demostrativo, el de la economía como ciencia. Si aceptamos que es imposible un discurso político demostrativo, la historia de nuestra disciplina puede leerse como la historia del esfuerzo intelectual por incidir en la política mediante la prueba o, si se prefiere, por persuadir probando[8]. Este ensayo se ocupa de algunos episodios de esta historia.

El conflicto entre dos ciencias

En el principio fue la política. En la obra más importante de la filosofía política del siglo XVII, y para algunos la más importante de todas las épocas, la economía ocupa un lugar subordinado. Me refiero, por supuesto, al Leviatán. El lugar Hobbes en la historia del pensamiento económico es singular y paradójico. Los manuales tradicionales consagrados al tema apenas si lo mencionan. Su nombre no aparece por ejemplo en el índice onomástico del de Mark Blaug, uno de los más completos. Sin embargo, un manual más reciente, el de Ernesto Screpanti y Stefano Zamagni, plantea lúcidamente la relación de su obra y la de Maquiavelo con el proyecto científico de la economía política en el siglo XVIII. He aquí su formulación:

“El problema central de la filosofía política europea en el período que va del principio del Renacimiento a la Revolución Francesa era dar cuenta de la vida social sin recurrir a presupuestos metafísicos. En la Edad Media el consenso social se apoyaba en dos principios: la autoridad y la fe, ambos justificados por el supuesto de la existencia de Dios. El problema del pensamiento social moderno era entonces: ¿cómo es posible la vida social si esos dos principios y su justificación metafísica son dejados de lado?. Una primera respuesta a esta pregunta fue dada por Maquiavelo y Hobbes: el egoísmo natural del hombre hace imposible la vida social libre y necesario el Estado absoluto; el principio de la autoridad está basado en el monopolio del poder, y eso no necesita ninguna legitimación”[9].

La visión del hombre en la que se fundamenta la teoría del estado construida en el Leviatán, y que Hobbes desarrolla detalladamente a lo largo de los 16 capítulos que conforman la primera parte de la obra, titulada “Del Hombre”, es profundamente moderna y coincide plenamente con la que adoptará la economía política. El hombre económico racional es una creación de Hobbes.[10]. Sin embargo, en el Leviatán, el tratamiento explícito de lo económico es marginal y profundamente anacrónico. Sólo lo encontramos a la altura del capítulo 24 bajo el título, “De la nutrición y preparación de un Estado”, que puede resultar curioso, más no inocente pues pone de manifiesto el lugar subordinado frente a lo político que el pensamiento social de occidente le había asignado a lo económico desde su célebre tratamiento, bajo el nombre de Crematística, en La Política de Aristóteles.

Naturalmente, Adam Smith conocía la obra de Hobbes a quien menciona una vez en La Riqueza de las Naciones. Pero esa única mención es suficiente para evidenciar el antagonismo entre dos concepciones de la riqueza:

“La riqueza, como dice Mr. Hobbes, es poder. Pero la persona que adquiere o hereda una gran fortuna, no por eso adquiere necesariamente ni hereda poderío político, civil o militar. Su riqueza podrá ofrecerle los medios para adquirir todo eso, pero la mera posesión de aquella no le procura necesariamente esas ventajas. El poder que le atribuye directa e inmediatamente esa posesión es la facultad de comprar; una cierta facultad de disposición sobre todo el trabajo, o sobre todo el producto de éste, que se encuentra en el mercado”[11].

La acotación que hace Adam Smith a la noción de riqueza de Hobbes es cualquier cosa menos accidental. Smith conoce perfectamente el contexto en cual Hobbes formula esa definición, está hablando del poder político:

“El mayor de los poderes humanos es el que se integra con los poderes de varios hombres unidos por el consentimiento en una persona natural o civil; tal es el poder de un Estado; o el de un gran número de personas, cuyo ejercicio depende de las voluntades de las distintas personas particulares, como es el poder de una facción o de varias facciones coaligadas. Por consiguiente tener siervos es poder; tener amigos es poder, porque son fuerzas unidas. También la riqueza, unida a la liberalidad, es poder, porque procura amigos y siervos”[12]

Para Hobbes, la riqueza es un atributo o complemento del poder político. En este sentido Hobbes es un mercantilista. La riqueza que le importa es la riqueza del estado. A esta concepción se opone la que desde Smith será la noción de riqueza de la economía, es decir, la riqueza del individuo entendida como la facultad de comprar el producto del trabajo o el mismo trabajo de otros.

El punto de partida de Smith es el mismo que el de Hobbes: la ficción denominada “estado de naturaleza” anterior a la aparición de las instituciones políticas o, en palabras de Smith, “el estado primitivo y rudo de la sociedad, que precede a la acumulación del capital y a la apropiación de la tierra”[13]. Pero en el mismo punto de partida se detiene la semejanza. Los individuos de Hobbes toman rápidamente conciencia de que en el estado de libertad natural, la búsqueda de sus propios intereses los llevará a la guerra perpetua y a una situación en que “la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”[14] y se apresuran, por tanto, a instituir la sociedad política, a construir el Estado garante de la paz. Por el contrario, los cazadores y pescadores de Smith, guiados por una innata propensión a cambiar, descubren rápidamente las ventajas del intercambio y de la división del trabajo; se especializan en las actividades en las que creen ser más productivos; inventan la moneda para superar los inconvenientes del trueque; en fin, se apropian de la tierra y acumulan capital todo ello sin necesitar del Estado que sólo aparece muchas páginas después en el Libro Quinto con el que concluye la obra.

Smith, hay que recordarlo, es heredero de la Ilustración Escocesa. En el siglo XVIII – señala Murray Rothbard – el liderazgo intelectual de Gran Bretaña lo ejercieron dos universidades escocesas: Glasgow y Edimburgo. Según Rothbard, Oxford y Cambridge se habían convertido por aquel entonces “en el lugar de esparcimiento de los jóvenes ricos”. La economía se enseñaba como parte del curso de filosofía moral del que también hacían parte saberes como la ética, el derecho natural, la jurisprudencia y la historia. A esa tradición pertenecía también el biógrafo de Smith, Dugald Stewart, profesor de Filosofía Moral en Edimburgo entre 1785 y 1810, quien comprendió las implicaciones de la obra de Smith en la enseñanza de la ciencia política.

En efecto, Dugald Stewart, como los demás filósofos morales de Edimburgo y Glasgow, se veía a sí mismo como una especie de tutor del hombre de estado o del legislador. El curso de ciencia política que impartía va introducir a partir de 1799 una modificación fundamental. Tradicionalmente la discusión sobre la teoría y las formas de gobierno precedía al tratamiento de la economía política con base en el supuesto de que la ley y el gobierno son precondiciones para el desarrollo de la vida económica regular. Sin embargo, la obra Smith lo cambia todo. Escribe Stewart: “…el arreglo más obvio no es el más natural, y sería mejor invertir el arreglo que se sigue comúnmente, empezando, primero, con los principios de Economía Política y procediendo después a la Teoría del Gobierno”[15]. Pensaba Stewart que “la felicidad del pueblo en general dependía de los sistemas sensatos de economía política” y que como consecuencia de “la ignorancia y el prejuicio” los legisladores pueden adoptar leyes inconvenientes. Por eso es necesaria la extensa difusión de los principios de economía política para hacer posibles otras mejoras en las formas de gobierno[16].

Al principio del Libro Cuarto, consagrado a la exposición y crítica de los sistemas de economía política – el mercantil y el agrícola – Smith presenta la única definición explícita de la economía que aparece en toda su obra:

“La economía política, considerada como uno de los ramos de la ciencia del legislador o el estadista, se propone dos objetos distintos: el primero, suministrar al pueblo un abundante ingreso o subsistencia, o, hablando con más propiedad, habilitar a sus individuos y ponerles en condiciones de lograr por si mismos ambas cosas; el segundo proveer al Estado o República de rentas suficientes para los servicios públicos. Procura realizar, pues, ambos fines, o sea enriquecer al soberano y al pueblo”[17]

La economía es un discurso dirigido al legislador o al estadista, al político. Sería absurdo ignorar su existencia y menos aún las consecuencias que el ejercicio su poder tiene sobre el bienestar y la felicidad de los súbditos. Porque la economía, oponiéndose a la ciencia política, ha puesto como primer objetivo el enriquecimiento individual en lugar de poder y la riqueza del estado que debe conformarse desde ahora con rentas suficientes para proveer los servicios públicos. Pero hay algo más: de las leyes descubiertas por la economía política se derivan las obligaciones del soberano y las restricciones a su acción, que son expuestas de manera prolija en el Libro Quinto. No todo está permitido al político: la sociedad – la gran sociedad – no es una organización cuyo funcionamiento pueda delinearse de acuerdo con algún proyecto político ideal. Esto está expresado con singular agudeza en un texto de la Teoría de los sentimientos morales que me parece interesante citar completamente a pesar de su extensión:

“El hombre doctrinario (…) se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyectos político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo. Pretende aplicarlo por completo y en toda su extensión, sin atender a los poderosos intereses ni a los fuertes prejuicios que puedan oponérsele. Se imagina que puede organizar a los miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitraria elija imponerles. Si ambos principios coinciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probablemente será feliz y próspero. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá siempre el máximo grado de desorden. Para dirigir la visión del estadista puede indudablemente ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, sobre la perfección de la política y el derecho. Pero el insistir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parezca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arrogancias. Comporta erigir su propio juicio como norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad y que sus conciudadanos deben acomodarse a él, y no él a ellos. Esta es la razón por la cual los príncipes soberanos son con gran diferencia los más peligrosos de los teóricos políticos”.[18]

La lucha por la moneda

En su célebre novela Los Reyes Malditos, Maurice Druon, nos ofrece esta descripción del consejo del rey de Francia, Felipe el Hermoso:

“En cualquier época y lugar siempre han existido dos tendencias: la reaccionaria y la progresista. Ambas se enfrentaban en el consejo del rey. Carlos de Valois se consideraba jefe natural de los grandes barones. Encarnaba la reacción feudal y su evangelio político defendía ciertos principios con ensañamiento: el derecho de guerra privada entres los señores, el derecho de los grandes feudatarios de acuñar moneda en sus territorios, el mantenimiento del orden moral y legal de la caballería, y la sumisión a la Santa Sede como supremo arbitraje. (…) Enguerrando de Marigny representaba el progreso. Sus grandes ideas eran la centralización del poder y la administración, la unificación de la moneda, la independencia del poder civil frente al religioso…”[19]

Estamos a comienzos de siglo XIV. Una época turbulenta. Felipe el Hermoso lidera en Francia el proceso de unificación del territorio bajo una sola autoridad: la creación del estado nación. En la cuestión fundamental de la unificación monetaria se enfrentará a los barones feudales representados por su hermano, Carlos de Valois; a esa empresa transnacional de las armas y las finanzas conformada por los Caballeros Templarios y a los orfebres lombardos, encarnados por el astuto Tolomei, que han tejido una red comercial y financiera que une a las principales ciudades de Europa. Esta lucha por la moneda se adelantará a lo largo de varios siglos y tendrá manifestaciones turbulentas, que hacen parte de la historia política y militar, y otras más sosegadas, que hacen parte de la historia del pensamiento social, de las que nos ocupamos aquí.

“El pensamiento monetario del siglo XVIII sigue estando dominado por la doctrina aristotélica según la cual la moneda es un objeto fundamentalmente político”[20], escribe Carlo Benetti. En varias obras, pero especialmente en la Política, Aristóteles acomete el análisis del intercambio monetario que da lugar a “otro tipo de arte adquisitivo, al que se le suele llamar generalmente, y es apropiado llamarlo así, crematística, por el cual parece que no existe límite alguno a la riqueza ni a la propiedad”[21]. Y encuentra aberrante esa búsqueda de riqueza sin límites por sus efectos deletéreos sobre la Polis. Y aún más aberrante encontrará el préstamo a interés, la usura, porque la ganancia proviene del dinero mismo y no es para eso para lo que se inventó el dinero.

En La Gran Moral expresa de manera nítida para qué se inventó el dinero y el origen legal de su institución:

“Pero el arquitecto daba a su obra un mayor valor que el zapatero, y era difícil que el zapatero pudiera cambiar su obra con la del arquitecto, puesto que no podía hacerse a una casa en lugar del calzado. Entonces se imaginó un medio de hacer todas estas cosas vendibles, y se resolvió, en nombre de la ley, que sirviera de intermediario en todas las ventas y compras posibles cierta cantidad de dinero, que se llamó moneda, en griego numisma, del carácter legal que tiene, y para que, entregándose en todos los tratos los unos a los otros una cantidad en relación con el precio de cada objeto, se pudiese hacer toda clase de cambio y mantener por este medio el vínculo de la asociación política”[22].

Y en el libro V de la Ética:

“La moneda se ha convertido, en virtud de una convención, por así decirlo, en un medio de cambio por lo que nos hace falta; es por eso que se le ha dado el nombre de nomisma, porque es una institución, no natural, sino legal (nomos: ley) y está en nuestro poder bien sea cambiarla o decretar que no servirá más”[23]

Será un joven abate italiano, Ferdinando Galiani, quien a mediados del siglo XVIII, acometerá, la tarea de refutar la teoría aristotélica de la moneda que a su modo de ver es la que domina el pensamiento de los moralistas y juristas de la época. Y esto a sus ojos no parece ser sólo un problema teórico pues la aplicación de ese principio según el cual la moneda deriva su valor de la ley tiene “consecuencias que pueden ser fatales y fuente de lágrimas para el pueblo”[24] Para romper con esta visión, el camino seguido por Galiani para determinar el valor natural de la moneda es bien conocido: la teoría de la mercancía moneda que será el mismo seguido por pensadores tan disímiles como Marx y sus más acerbos críticos: los economistas de la escuela austríaca.

“…me aplicaré con el más grande cuidado a demostrar (…) que no solamente los metales que constituyen la moneda, sino también todos los otros bienes, sin excepción, poseen un valor natural propio, derivado de principios ciertos, generales y constantes. Ni el capricho, ni la ley, ni el príncipe, ni ninguna otra fuerza cualquiera pueden violentar…”[25]

La teoría del valor se construye como prerrequisito de la teoría del valor de la moneda. ¿Y por qué son los metales preciosos los que constituyen la moneda?. Después de hacer una enumeración de sus propiedades físicas, que se convertirá en un lugar común de la literatura posterior, Galiani concluye:

“Esos metales son por tanto muy aptos, no sólo para servir en los pagos, sino también para estimar todas las cosas y deben ser considerados naturalmente como moneda. Si quisiéramos modificar esta situación se crearía el desorden y se violarían las leyes de la naturaleza; ésta no ha dejado a nuestra libre voluntad la elección de la materia que debe constituir la moneda; la ha asignado ella misma al oro y a la plata. Debemos agradecer a la divina providencia haber creado para nuestro bien el oro y la plata y habernos dado conocerlos…”[26]

Pero Dios está en el cielo y el Príncipe en la tierra. Y éste puede alterar el valor de la moneda reduciendo su contenido de metal noble si se trata de moneda acuñada o aumentando su cantidad si se trata moneda fiduciaria de papel. Ya por esta época las picardías monetarias de John Law y del regente Felipe de Orleans eran historia vieja. A ellas se refiere Galiani en el capítulo IV del Libro III titulado “Los evento monetarios de Francia en 1718”.

“… si la materia de la moneda careciera de valor intrínseco, como en el caso de que se empleara el cuero o el papel, el Príncipe podría imprimir un número excesivo de billetes; y el solo hecho de admitir la posibilidad de ésta hipótesis sería suficiente para disminuir o suprimir la confianza en la moneda y disminuiría su valor. Pero la materia de la moneda sólo puede ser aumentada por Dios….”[27]

Carlo Benetti, en la obra citada, ha examinado las desastrosas consecuencias que para la teoría de la mercancía-moneda tiene el dejar a Dios la regulación de su cantidad. Aquí nos interesan las consecuencias prácticas. El rechazo a la moneda fiduciaria, cuyo funcionamiento examina en el capítulo I del Libro II, es total. Pero aún la moneda matálica – como ya lo sabía bien Hobbes[28]”- puede ver alterado su valor por la intervención del Príncipe. ¿Qué hacer entonces?.

Galiani va apelar a la virtud del Príncipe y a la persuasión mediante el conocimiento. En Libro III, “Del Valore della Moneta”, donde se ocupa de las variaciones en el valor de la moneda metálica debidas a causas diferentes a cambios en el valor de su materia, refiriéndose a la devaluación de la moneda escribe lo siguiente:

“…rara vez esta operación ha sido efectuada por un Príncipe virtuoso y en razón de una necesidad verdadera; casi siempre ha sido efectuada en razón de un cálculo sórdido o en virtud de un falso consejo de utilidad aparente”[29]

Y se aplica a demostrar que las ventajas derivadas de esas operaciones son temporales y que desaparecen totalmente cuando se hacen frecuentes. Nos ofrece una definición sutil y penetrante de la devaluación:

“…la devaluación de la moneda es un beneficio que el Príncipe y el Estado obtienen de la lentitud con la que la población modifica la conexión de ideas sobre los precios de las mercancías y la moneda (…) Los efectos de la devaluación son visibles cuando los cambios de precios son retardados; y ese retardo se produce porque los hombres están habituados a pagar un ducado por una mercancía (…) un Príncipe que, abusando de la devaluación de la moneda, quisiera realizarla cada mes destruiría esa conexión de ideas entre los precios y las mercancías y convertiría la devaluación en algo absolutamente inútil e ineficaz”[30]

Pero Galiani admitía que la devaluación podía ser necesaria para el estado en ciertas circunstancias – para hacer frente a necesidades primordiales, escribe – y la consideraba una mejor alternativa que el endeudamiento público o la emisión de billetes de curso forzoso. De hecho se ocupa de examinar las formas más técnicas de provocar la devaluación. Sin embargo, a la espinosa cuestión de saber cuándo es la devaluación necesaria y cuáles son las necesidades primordiales cuya atención la justificarían, ofrece una respuesta lastimera y servil:

“…personalmente temo tanto que se modifique la moneda sin necesidad que no habría escrito la verdad, o incluso no habría escrito nada, si no tuviera un conocimiento perfecto de la época y del Príncipe bajo el cual he tenido la dicha de vivir”[31].

En este punto la posición de Galiani representa un marcado retroceso con relación al punto de vista de otro clérigo, Nicolás Oresme, obispo de Lisieux, quien con singular agudeza, ya en el siglo XIV, había analizado la relación de la moneda con el poder político. Unas cuantas frases dan cuenta de la extraordinaria penetración de su pensamiento:

“Aunque el príncipe tenga el poder de sellar la moneda por utilidad común, sin embargo él mismo no es dueño o propietario de la moneda de su principado. La moneda es instrumento equivalente para permutar riquezas naturales (…) así pues, en sí misma es posesión de aquellos a quienes pertenecen las riquezas de ese tipo. (…) la moneda pertenece a la comunidad y a las personas individuales”[32].

Después de examinar las diversas alteraciones que pueden darse en el valor de la moneda, enfrenta el espinoso problema del cambio en su valor, por voluntad del Príncipe, para hacer frente a una necesidad apremiante:

“Suele decirse que en caso de necesidad todo le pertenece al Príncipe. Así pues, él puede, cuanto y como le parece conveniente, disponer de las monedas de su reino ante una inminente y apremiante necesidad o por la defensa del estado o para mantener su principado y reino (…) sin embargo, a fin de que el príncipe no finja que existe tal necesidad cuando no la hay, como fingen los tiranos (…) debe ser determinado por la comunidad o por la mayoría de ella, de modo expreso o tácito, cuándo, cuál y cuán grande es la necesidad que se cierne sobre él”[33]

No voy a detenerme en la forma práctica en la que la comunidad podría, de acuerdo a Oresme, otorgar al Príncipe ese consentimiento. Demos en lugar de ello otro salto en la historia del pensamiento económico y situémonos en la Inglaterra de los primeros años del siglo XIX.

El economista como legislador

Experimento una especial fascinación por la obra y pensamiento de David Ricardo (1772-1823). El economista arquetipo de los economistas, quien entronizó el método de recurrir a casos fuertes, simplificados, para obtener con un sólido razonamiento deductivo conclusiones de política pública que desafiaban el “sentido común” y que presentaba impávido, en folletos o discursos, a un auditorio de políticos y hombres de negocios poco habituados a sus elevadas abstracciones. Porque Ricardo fue también un político activo, miembro de la Cámara de los Comunes entre 1819 y 1823, año de su muerte.

Es maravilloso constatar que una de las obras más abstractas y sólidas de la teoría económica se haya desarrollado en respuesta a cuestiones políticas urgentes como la suspensión de los pagos en efectivo por parte del Banco de Inglaterra, la amortización de la deuda pública heredada de las guerras napoleónicas, las leyes de pobres, en fin, las famosas leyes del grano. La vasta correspondencia de Ricardo, pacientemente recopilada por Sraffa, da cuenta del proceso de trasformación de un discreto y apocado hombre de negocios primero en un portentoso economista y más tarde en un influyente legislador.

Muchos estudiosos han destacado el papel jugado por James Mill (1773-1836) en la formación de Ricardo como economista y como legislador, como político. Parece que Ricardo y Mill se conocieron hacia 1808. La correspondencia entre ambos se inicia a finales de 1810[34]. Pero es en una larga carta del 23 de agosto de 1815, donde Mill delinea el proyecto intelectual y político que tiene para Ricardo. “Como ahora ya tiene usted bastante dinero – le dice- puede dedicarse a otros fines”. El primero: “perfeccionar muy considerablemente una ciencia de la cual depende en gran medida el logro de la felicidad para el género humano” y el segundo “ser miembro del Parlamento, y hacer todo lo que pueda para mejorar tan imperfecto instrumento gubernamental. Particularmente en materia de economía política no tendrá usted igual. Sobre esas materias se expresa usted con tal claridad y corrección que en muy poco tiempo llegaría usted a convertirse en un orador instructivo e impresionante”[35].

Frente al tema de la relación del economista con el político, el proyecto de Mill marca una notable diferencia con el proyecto intelectual de la ilustración escocesa del economista filósofo educador del soberano y, por supuesto, con el no-proyecto de Galiani para quien todo depende de la virtud del príncipe. Aconsejar, educar, ciertamente, pero ante todo llevar la voz de la ciencia, de la economía política – la voz de Ricardo – al Parlamento y ponerla al servicio de lo que Mill llamaba “la causa de las causas, la causa del buen gobierno”[36]. Se trataba de una tarea de gran envergadura, tanto por la situación particular de Ricardo, quien aún en marzo de 1815 daba parte a Malthus de su relativo aislamiento intelectual[37], como por el estatus asignado a la economía política dentro de las ciencias del estadista o el legislador.

Todavía en 1804, Francis Horner, uno de los fundadores de la Edinburgh Review, miembro del parlamento y presidente en 1810 del Comité sobre los Metales Preciosos, encargado de dictaminar sobre el problema del alto precio de mercado del oro frente al precio de acuñación, tema que provocaría la primera intervención de Ricardo en cuestiones de economía[38], proclamaba que:

“Las verdades de la economía política sólo forman parte de una clase entre los principio de administración y en su aplicación práctica a menudo deben estar limitadas por máximas superiores del Estado, al que también en teoría están subordinadas por ser menos generales”[39]

¿Qué pensaba Ricardo sobre esto? Horner fue uno de los corresponsales menores de Ricardo. También se hizo merecedor, en Los Principios, de una crítica a su propuesta de otorgar una prima a la exportación de cereales para elevar las ganancias de la agricultura y fomentar así esa actividad[40]. Sin embargo, sobre el planteamiento en cuestión no se encuentra ninguna manifestación expresa en sus obras o en su correspondencia, pero hay algunos textos que permiten inferir su posición sobre la economía política en relación con las máximas superiores del estado a las que Horner las subordina. En carta a Trower de noviembre de 1819, escribe refiriéndose a Malthus:

“Lamento saber que Malthus, cuyo libro creo que ahora está realmente en la imprenta, haya dejado fuera, sin tratarlo, el tema de la tributación. La Economía Política, una vez comprendidos sus sencillos principios, sólo es útil en cuanto encamina a los gobiernos a medidas acertadas sobre tributación. No tardamos en llegar al conocimiento de que la agricultura, el comercio y las manufacturas florecen más cuando no interviene en ellas el gobierno; pero la necesidad que el Estado tiene de dinero para sufragar los gastos de sus funciones, le impone la obligación de cobrar impuestos, y así se hace absolutamente necesaria su intervención. Es aquí donde se necesita el conocimiento más prefecto de la ciencia…”[41]

El comentario se refiere, por supuesto, a los Principios de Economía Política, publicados por Malthus en 1820 en abierta controversia[42] con la obra de Ricardo que, es bueno recordarlo, se titula Principios de Economía Política y Tributación. A diferencia de Smith, no hay en la obra de Ricardo ningún capítulo consagrado a los “deberes del soberano”, aunque sí muchas alusiones a lo que no debe hacer. Pero el tema de la tributación ocupa en ella un lugar central: más del 30% de su contenido si a los capítulos referidos a los impuestos propiamente dichos añadimos los dos que tratan de los subsidios a la exportación y a la producción. Los impuestos son la porción del producto puesta a disposición del gobierno y su pago recae siempre sobre el capital o el ingreso. “No existe impuesto alguno que no tenga tendencia a disminuir el poder de la acumulación”- declara Ricardo de la forma tajante que lo caracteriza[43]. Por ello la omisión de Malthus no podía ser a sus ojos un defecto menor.

Todo sería fácil si el legislador comprendiera los sencillos principios de la economía y sabría así que la actividad económica florece más cuando el gobierno no interviene. Y ante la inevitable intervención en materia tributaria esos mismos principios lo orientarían para establecer el sistema de impuestos menos nocivo para la acumulación de capital. En 1819, ya como miembro del Parlamento, le escribe a Trower:

“En el asunto de la tributación se abre un amplio campo a quienes piensen en dar pacientemente instrucción al público; pero el primer paso debe consistir en dar a conocer los primeros principios de Economía Política, y eso aún está por hacer”[44].

Ricardo y sus amigos se aplicarán – en la prensa, en revistas especializadas, en folletos – a la difusión de esos principios. Ricardo apoyará con entusiasmo el proyecto de McCulloch de impartir cursos privados de economía política dirigidos a los políticos. En julio de 1823 le escribe:

“Tenemos que arreglárnoslas para que algunos de los caballeros mayores de la Cámara de los Comunes asistan a sus conferencias, y se perfeccionen en la ciencia que parece tener cada vez mayor número de adeptos”[45]

También le recomienda a McCulloch acometer la redacción de un texto de economía accesible a la generalidad de los lectores:

“Usted es la persona que debe darnos un sistema completo de Economía Política, escrito de un modo tan popular que puedan entenderlo fácilmente la generalidad de los lectores: nadie podría hacerlo mejor…”[46]

Pero, desde muy temprano, Ricardo entenderá que, además de esta labor educativa que hoy nos parece un tanto ingenua, y que al otro lado de la Mancha acometía con singular entusiasmo Say[47], que el hacer avanzar “la gran causa, que es el buen gobierno”[48] supone enfrentar el problema de los intereses particulares. En su respuesta a la carta en la que Mill le propone el programa para convertirse en economista y legislador, le deja en claro que la cuestión de la honradez no es algo que pueda plantearse en abstracto y que está supeditada a la cuestión de los intereses:

“Su opinión favorable sobre mi honestidad se halla en sorprendente contraste con su opinión relativa a la honradez de quienes actualmente integran la Cámara de los Comunes. A este respecto es usted injustamente severo, como lo he expresado muchas veces. Nadie puede abrigar la menor duda de que existen hombres venales en el Parlamento, que únicamente llegan con el deseo de lograr sus fines personales, pero en su conjunto poseen más virtud de la que usted les concede (…) La propensión a proteger intereses privados se hará siempre valer. Creo que no pueda existir ninguna asamblea humana donde no se haga oír. Por consiguiente, nuestros esfuerzos deberían encauzarse a constituir un Parlamento donde no dominen los intereses particulares, o más bien, que ningún hombre pueda servirse a sí mismo, o promover su propia felicidad, mejor que sirviendo al público. Dudo mucho que esto pueda lograrse algún día, pero estoy convencido de que si algo puede alcanzar tan deseable fin será la información general. Cuando todo el mundo conozca en qué consiste su propia felicidad y bienestar, les será más fácil a todos aceptar un compromiso juicioso mediante el cual, sacrificando cada uno de nosotros una pequeña parte, podremos lograr la mayor suma posible de bien”[49]

Durante toda su vida continuará atribuyendo gran importancia a la difusión del conocimiento de los principios de la economía política como elemento fundamental para hacer avanzar la buena causa, pero su pensamiento evolucionará, bajo la influencia de Mill, hasta hacerlo entrar en el terreno de las formas de gobierno apartándose del punto de vista de Say[50]. Vale la pena citar largamente el texto de una carta dirigida a Trower que revela una faceta un tanto desconocida de la personalidad de Ricardo:

“Si pudiera entrar en el Parlamento sin demasiadas dificultades, lo haría. No sería ni Wigh ni Tory, sino que procuraría fomentar medidas que pudieran ayudarnos a tener un buen gobierno. Esto, a mi modo de ver nunca podrá lograrse sin una reforma del Parlamento. (…) No existe en la colectividad ninguna clase que tenga mayor interés por un buen gobierno que el pueblo; las clases restantes pueden tener intereses opuestos a los del pueblo. Entonces, el problema estriba en asegurarse de que los representantes sean elegidos por el recto buen sentido del pueblo. Deberá generalizarse el sufragio, a fin de evitar que se corrompa a los votantes, y, por la misma razón, la votación deberá hacerse por papeleta. Deberá existir una íntima unión entre los representantes y sus electores, a fin de destruir la dependencia en que los primeros se hallan respecto del gobierno. Las elecciones deberán hacerse por un mínimo de tres años. Ha dicho Burke que el pueblo puede equivocarse, pero nunca por obrar de mala fe. La habilidad de los representantes puede resultar sumamente dañina – cuando sus intereses están en oposición a los del pueblo – porque se la empleará únicamente para promover el logro de metas perjudiciales al interés público. Si el sufragio no es universal, no puede haber peligro de anarquía. El poseedor de una muy pequeña propiedad no puede desear la confusión se ve impelido por aquellos motivos que siempre han influido sobre la humanidad”[51]

Ricardo abraza el proyecto político de Mill, aunque a diferencia éste – partidario del sufragio universal – opta por limitar el derecho al voto sólo a los propietarios. Lo que se trata de asegurar es una buena elección de los representantes, le escribe a Trower, y eso se lograría extendiendo “el derecho de voto, no universalmente a toda la gente, pero sí a mucha de la que nadie puede suponer que tenga interés en alterar el derecho de propiedad”[52]. La reforma electoral fue aprobada en 1832. Ricardo, sin embargo, pudo llegar al Parlamento bajo el antiguo sistema electoral, después de varios intentos fallidos[53], con la ayuda de Mill y de Brougham[54].

Ricardo se asusta cuando conoce la noticia de su próximo ingreso al Parlamento: “…parece más probable que yo tenga un sitio en la Cámara de los Comunes, y mis temores crecen en proporción directa con las probabilidades, (….) años de abandono en el período más importante de la vida no pueden suplirse con semanas, o meses de aplicación”[55].

El periplo de Ricardo por el Parlamento no estará libre de tropiezos.

“Está usted equivocado – le escribe a McCulloch – en creer que yo podría ser útil en el Parlamento planteando la cuestión de la libertad de comercio con Francia. En primer lugar no tengo talento para tal empresa, y en segundo lugar me tratan como un ultrarreformador y un visionario en cuestiones comerciales lo mismo los agricultores que los industriales. ¿No se ha dado usted cuenta que hasta el señor Baring, declarado pero me parece que tibio partidario de la libertad de comercio, no me ha nombrado para su comisión?”[56]

Visionario es el término que el propio Ricardo aplicaba a Robert Owen, de cuyos falansterios se burla en repetidas ocasiones en su correspondencia. Uno de sus compañeros del Parlamento, Henry Peter Brougham (1778-1868), quien al parecer influyó decisivamente para que Ricardo lograra su escaño, lo describió como un hombre de otro planeta[57] cuando hablaba en la Cámara de los Comunes[58].

Sin embargo, dos años más tarde, parecía que su capacidad de comunicarse con sus colegas de cámara había mejorado sustancialmente, aunque no así con la prensa:

“La otra noche intenté expresar mis opiniones por extenso, para alguien de mis pobres facultades oratorias, ante la Cámara, sobre la cuestión que tan profundamente interesa al país. La Cámara me escuchó con atención, y me pareció que seguían mi exposición y entendían mis argumentos, pero siento decir que el reportero del Times pareció no entenderme”[59].

Pero ya en 1823, Ricardo era un parlamentario aplicado, ocupado y al parecer bastante acatado: “Además de asistir a las sesiones de la Cámara, lo que siempre hago, tuve que participar cada día en algún comité distinto…”[60], le escribe a Trower, pocos meses antes de su muerte. El programa de Mill se había cumplido.

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[1] Aron, Raymond (1959). Introducción a El Político y El científico. En Weber, Max (1919, 1995). Página 9.

[2] Se lee en Oakeshott: “Aristóteles reconoció este tipo de discurso político como una especia de razonamiento que, sin auxilio de axiomas, está diseñado para recomendar lo que se debe y lo que no se debe hacer en una situación contingente cuando hay posibles acciones alternativas” Y más adelante: “…el discurso político (…) es un argumento para persuadir pero sin ser capaz de probar”. Oakeshott. (1991,2000). Páginas 85 y 87.

[3] Weber (1919, 1995). Página 185.

[4] Ídem, página 208.

[5] Ídem, página 209.

[6] Ídem, página 211.
[7] Ídem, página 213.

[8] Esta afortunada expresión se la debemos a Michael Oakesshott: “Todo discurso político trata de persuadir, y presuntamente el discurso político demostrativo debe reconocerse como un discurso destinado a persuadir mediante la prueba”. Oakeshott (1991,2000). Página 99.
[9] Screpanti y Zamagni (2005). Página 66.

[10] “…Hobbes es el filósofo de la economía política. Su concepción del hombre es idéntica a la del homo oeconomicus” escribe Bertrand de Jouvenel. En De Jouvenel, B. (2000). Página 267.

[11] Smith, A. (1776, 1979). Página 32.
[12] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 69.

[13] Smith, A. (1776, 1979). Página 47:

[14] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 103.

[15] Citado en Collini, Winch y Borrow. (1983, 1987). Página 49.

[16] Ídem, Página 49 – 50.

[17] Smith, A. (1776, 1979). Página 377.

[18] Smith, A. (1759, 1997). Páginas 418 – 419.

[19] Druon, M. (1965,2003). Página 79.

[20] Benetti, C. (1990). Página 59.

[21] Aristóteles. La Política. Libro I, capítulo VIII. Alianza Editorial, Madrid, 1991. Página 55.

[22] Aristóteles. La Gran Moral. Capítulo 31. De la Justicia.

[23] Aristóteles. Ética. Libro V, capítulo V.

[24] Galiani, F (1751, 1963). Página 37.

[25] Ídem, página 37.

[26] Ídem, página 81.

[27] Ídem, página 91.

[28] “…así como el oro y la plata tienen un valor derivado de su materia misma (…) que no puede ser alterado por el poder de uno ni de unos pocos estados (…) la moneda legal puede ser fácilmente elevada o rebajada de valor”. Hobbes, T. (1651, 1990). Página 207.
[29] Galiani, F (1751, 1963). Página 190.
[30] Ídem, páginas 188-189.

[31] Ídem, página 215.

[32] Oresme, N (1360, 1985) páginas 61 y 62.
[33] Ídem, páginas 111 y 115.

[34] Sraffa. Notas introductorias a la correspondencia. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VI, página X.

[35]Mill a Ricardo. 23 de agosto de 1815. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VI, página 166.

[36] Mill a Ricardo. 23 de septiembre de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 199.

[37] “De mis amistades, tan pocos son economistas políticos que tengo muy pocas oportunidades de saber si lo que usted considera mis opiniones particulares tienen muchos partidarios, o bien si son leídas y tenidas en cuenta” Ricardo a Malthus. 9 de marzo de 1815. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VI, página 117

[38] Ricardo le envía el 5 de febrero de 1810 una carta, que probablemente se quedó sin respuesta, en la que oponiéndose a la interpretación del Comité argumenta que el alto precio del oro en el mercado se explica por la abundancia de papel moneda.

[39] Horner, F. “Observations upon the bounty upon corn”. Edinburgh Review, 1804. Citado en Collini, Winch y Borrow. (1983, 1987). Página 78.

[40] Ricardo (1821, 1977). Página 226.

[41] Ricardo a Trower. 12 de noviembre de 1819. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VIII, página 93.

[42] “Ha sido mi deseo evitar que esta obra tenga un aire de controversia. (…) es indudablemente imposible librarse de ella (…) hay una obra moderna (…) algunos de cuyos principios fundamentales me han parecido erróneos (…) Tengo tan alta opinión de la inteligencia de Mr. Ricardo, y tan absoluta convicción en su perfecta sinceridad y amor a la verdad, que francamente confieso que algunas veces me he sentido casi abrumado por su autoridad, pero sus razonamientos no terminan por convencerme” Malthus (1819, 1977). Página 17.

[43] Ricardo (1823,1977) Página 115.

[44] Ricardo a Trower. 25 de septiembre de 1819. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VIII, página 59.

[45] Ricardo a McCulloch. 8 de julio de 1823. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 207.

[46] Ricardo a McCulloch. 7 de abril de 1819. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VIII, página 22.

[47] “Aprovecho (…) para enviarle un Catéchisme d´Economie Politique que contiene, en un estilo familiar, la exposición de nuestros grandes principios. He de reproducirlos bajo todas las formas posibles, mientras me reste un soplo de vida; y seguramente habré de morir antes de que logren hacerse populares, sobre todo en Francia, donde, por regla general, estamos más atrasados que ustedes. Sin embargo, confío en que todo esto llegue a conocerse aun en las chozas, y los resultados serán inmensos”. Say a Ricardo. 5 de agosto de 1815. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VI, página 162.

[48] La frase parece de Mill, pero es de Ricardo, alumno aplicado que ha asimilado las enseñanzas de su maestro. “La gran causa, que es el buen gobierno, siempre está presente en mi espíritu, pero espero que contará con un mejor campeón que yo en la Cámara de los Comunes. En todas las discusiones con mis amigos hago lo más que puedo por sostener la causa de la verdad según la percibo, y con frecuencia me vanaglorio de haber resultado triunfante. Estoy completamente seguro de que la buena causa adelanta, aunque a pasos muy moderados, y que por ahora todo lo que podemos esperar es ayudar un poco”. Ricardo a Mill. 30 de agosto de 1823. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 259.

[49]Ricardo a Mill. 30 de agosto de 1815. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VI, página 173 -174.

[50] “Durante largo tiempo se ha confundido la política propiamente dicha, la ciencia de la organización de las sociedades, con la Economía Política, que enseña cómo se forman, se distribuyen y se consumen las riquezas que satisfacen las necesidades de las sociedades. Sin embargo, las riquezas son independientes de la organización política. Bajo todas las formas de gobierno un estado puede prosperar si está bien administrado. Se ha visto naciones enriquecerse bajo monarcas absolutos y se han visto otras arruinarse bajo consejos populares. Si la libertad política es más favorable al desarrollo de las riquezas, lo es indirectamente, de la misma forma que es más favorable a la instrucción” Say, J.B. (1819, 1972). Página 7.

[51] Ricardo a Trower. 22 de marzo de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 174.

[52] Ricardo a Trower. 20 de diciembre de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 243.

[53] “Mis propios intentos para lograr un escaño en el Parlamento no han sido coronados con éxito, pero creo que entre todos los que se han llevado similar desengaño, ninguno está tan resignado como yo. (…) me convenzo más y más de que el sistema requiere grandes enmiendas, de que el Parlamento debería realmente representar la sensatez de la nación, de que los gastos de la elección deberían reducirse al mínimo, y de que la elección debería hacerse con boletas” Ricardo a Trower. 27 de junio de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 181.

[54] El 23 de septiembre de 1818 Mill le escribe a Ricardo contándole que recibió una carta de Brougham en la que éste le manifiesta que “Ya arreglé todo lo relativo a Ricardo”. Y añade: “Creo que ya puedo felicitarme y que ingresará usted en la H. Cámara, donde, estoy seguro, hará tanto honor a mis predicciones como lo hizo en su libro; allí, si usted mantiene su fuerza, la causa del buen gobierno (…) deberá a sus esfuerzos lo bastante como para legar a la posteridad, colmado de honores, su ilustre nombre. No debe reírse”. Mill a Ricardo. 23 de septiembre de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 199.
[55] Ricardo a Mill. 29 de septiembre de 1818. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VII, página 202.

[56] Ricardo a McCulloch.. 15 de mayo de 1820. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen VIII, página 133.

[57] Ricardo, por su parte, pensaba que Brougham era poco menos que un estúpido: “ ¿Qué me dice del discurso de Brougham?- le escribe Trower – ¡Qué caída tan notable!. Durante mucho tiempo no he oído de hombre alguno que pretenda saber algo de economía política tantas opiniones absurdas como las que él dijo ese lunes por la noche…” Ricardo a Trower 20 de febrero de 1822. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 119. Sobre Brougham, Ricardo escribió: “Nada podía ser peor que las conferencias sobre Economía Política que pronunció ante la Cámara Brougham; ni siquiera conoce bien la obra de Adam Smith, y en realidad parece no haber puesto atención alguna a las obras que se han publicado en nuestra época”. Ricardo a McCulloch.. 19 de febrero de 1822. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 117.

[58] Collini, Winch y Borrow. (1983, 1987). Página 83. .

[59] Ricardo a McCulloch.. 19 de febrero de 1822. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 117.

[60] Ricardo a Trower. 24 de julio de 1823. En Ricardo, Obras y Correspondencia, Volumen IX, página 215.

 

Publicado originalmente el 7 de noviembre de 2011 en: http://luisguillermovelezalvarez.blogspot.com/2011/11/el-economista-y-el-politico_07.html

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista. Docente. Consultor ECSIM.

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