“China no desafía al liberalismo con armas, sino con resultados: orden sin pluralismo, crecimiento sin democracia y legitimidad sin representación”
¿Puede una superpotencia prosperar sin democracia? China no solo lo intenta: ha construido un modelo que cuestiona las premisas centrales del pensamiento político occidental contemporáneo. En un contexto marcado por la crisis del orden liberal internacional y la erosión interna de múltiples democracias, el caso chino emerge como una expresión radicalmente distinta de lo político, sustentada no en la representación, sino en la centralización tecnocrática del poder, el nacionalismo dirigido y una concepción instrumental del desarrollo. Lo que está en juego no es simplemente una competencia entre Estados, sino un enfrentamiento entre cosmovisiones políticas.
Mientras Occidente —desde la Revolución Francesa— ha articulado su legitimidad en torno a principios como la soberanía popular, la división de poderes y el pluralismo ideológico, el modelo chino parte de otro paradigma: el de la centralización, la disciplina social y la primacía del orden sobre la libertad. Es un proyecto político que no reconoce al individuo como sujeto autónomo de derechos inalienables, sino como parte funcional de un colectivo dirigido por una élite tecnocrática que se asume portadora del interés nacional.
Desde la teoría política contemporánea, China representa un experimento de modernidad autoritaria. Como ha sido documentado por autores como Perry Anderson o Sebastian Heilmann, se trata de una forma de gobierno que combina planificación burocrática, control político total y adaptabilidad institucional. El Partido Comunista Chino (PCCh) no es simplemente un instrumento de poder: es el núcleo articulador de la sociedad, la economía y el discurso. La reciente eliminación de los límites a la reelección presidencial, que ha convertido a Xi Jinping en un líder de horizonte indefinido, expresa no solo la concentración del poder, sino la anulación de los mecanismos básicos de renovación interna. El culto al líder no es accidental: es funcional a un modelo que desprecia el pluralismo como fuente de inestabilidad.
Este régimen no se sostiene exclusivamente mediante la represión. Su legitimidad descansa sobre el principio de eficacia: legitimidad por resultados. Esta lógica performativa —en la que el consentimiento se deriva del crecimiento económico, la mejora de los indicadores sociales y el fortalecimiento del prestigio internacional— desplaza a la ciudadanía del centro de la política. No hay deliberación pública, sino ejecución administrativa. No hay contrapesos, sino eficiencia vertical. Desde una perspectiva weberiana, podríamos decir que el régimen hibrida elementos de legitimidad tradicional (con raíces en el confucianismo), racional-legal (a través de una burocracia meritocrática) y carismática (en la figura de Xi Jinping). Pero esta hibridación no es virtuosa: es funcional a la clausura del conflicto político.
El entendimiento chino del poder rompe con la matriz liberal. En lugar de un Estado limitado por el derecho, encontramos un Estado que produce y define la legalidad. En lugar de representación, hay delegación sin control. En lugar de pluralismo, hay consenso inducido. Este modelo no pretende democratizarse, ni considera que lo deba hacer. Su lógica es otra: la del Leviatán hobbesiano reconfigurado, que se justifica no por un pacto horizontal entre ciudadanos, sino por la promesa de orden, prosperidad y orgullo nacional.
La economía en este sistema no es un espacio autónomo. El capitalismo chino está subordinado al proyecto político. Las grandes empresas, incluso las privadas, actúan bajo el imperativo del partido. Cuando alguna de ellas —como Alibaba, Tencent o Didi— ha pretendido operar con independencia, ha sido disciplinada de manera ejemplar. La prioridad no es la innovación o la eficiencia, sino la obediencia estratégica. Como ha señalado Barry Naughton, estamos ante un modelo de capitalismo disciplinario, donde el mercado existe bajo condiciones estrictamente determinadas por el poder político.
La expansión internacional de China, a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), responde a la misma lógica. Se trata de una proyección de poder que evita el discurso de los derechos humanos, la transparencia o la democracia, y privilegia el pragmatismo geoeconómico. El mensaje es claro: se puede crecer sin liberalizarse, comerciar sin reformarse, influir sin compartir valores. Para muchos regímenes del sur global, esta oferta resulta más atractiva que los condicionamientos normativos de Occidente.
Este choque de visiones —entre la política como representación y la política como gestión centralizada— no es una simple diferencia cultural. Es una disputa de fondo sobre la naturaleza del poder, la finalidad del Estado y el lugar del ciudadano. Mientras el liberalismo se enfrenta a sus contradicciones internas —desigualdad, polarización, apatía—, el autoritarismo chino se presenta como una vía alternativa para alcanzar estabilidad sin libertad, desarrollo sin deliberación y unidad sin diversidad.
Pero esta aparente solidez es también su vulnerabilidad. La ausencia de mecanismos de corrección institucional, de prensa libre, de oposición legítima y de transparencia, hace que cualquier crisis económica, sanitaria o social pueda transformarse en una amenaza existencial. El consenso impuesto puede disiparse tan rápidamente como fue construido. Y en ausencia de canales de expresión democrática, lo que queda es la represión o el colapso.
Desde América Latina, observar el modelo chino obliga a una reflexión más profunda sobre nuestras propias democracias. No se trata de emular ni de rechazar sin matices, sino de entender qué tipo de régimen político puede sostenerse legítimamente en contextos de desigualdad estructural y fragmentación social. La eficacia no sustituye a la libertad. Y el orden sin derechos, tarde o temprano, cobra un precio alto.
China es, sin duda, un laboratorio del autoritarismo del siglo XXI. Pero también es un espejo que nos recuerda que los logros materiales sin ciudadanía, los liderazgos sin límites y el Estado sin crítica no representan un avance de la política, sino su clausura
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