Presenciamos desde hace varios años, y en meses pre-electorales más intensamente, un discurso continuo de un enemigo común y popular: la élite.
Esta estrategia es tan antigua como los mismos sistemas políticos: no hay mejor manera de unir a un segmento de la población que enfilar los esfuerzos de todos contra un solo contrincante, que nos hace sentir vulnerables, pero al mismo tiempo nos envalentona para combatirlo. En la historia republicana colombiana esto ha sucedido en numerosas ocasiones, desde la unión de centralistas y federalistas para pelear contra la corona española en su intento de reconquista, hasta el acuerdo frente-nacionalista para dar por terminada la dictadura militar. Ejemplos más recientes nos muestran como la batalla contra el terrorismo y el conflicto armado interno fueron ese factor de unidad. Así que apelar al sentimiento de un enemigo común es el libreto que seguiremos presenciando en nuestra sociedad.
Sin embargo, resulta curioso cómo se plantea a “la élite” como ese enemigo a combatir, a superar, a arrinconar y a no dejar que prospere. Y digo curioso puesto que conceptualmente es un error craso generalizar a la élite.
Según la RAE “élite” se define como “minoría selecta o rectora”, pero entendiendo más a fondo el concepto según Coenen-Huther en Sociología de las élites se podría entender como un grupo de personas que “ocupan posiciones estratégicas que les permiten ejercer una influencia perceptible sobre los procesos de toma de decisiones”. Así mismo, agrega Nicanor Restrepo en Empresariado antioqueño y sociedad, 1940-2004 que este grupo de personas “están provistas de prestigio, privilegios y otros símbolos de estatus que refuerzan sus posiciones frente a la sociedad”. Adicionalmente, según su etimología, la palabra élite tiene su origen francés derivado de élire que significa elegir.
Todos estos conceptos, que se vienen estudiando y desarrollando desde escuelas de pensamiento de humanidades y ciencias sociales hace más de dos siglos, nos llevan a un elemento central y es que el arreglo social actual en el que vivimos está diseñado para que unas personas que son electas de modo representativo conformen esa minoría que toma las decisiones y guían nuestro territorio por el poder conferido a través de la democracia. La mayoría restante está dispuesta a acatar el ordenamiento de este poder civil.
De aquí parte mi cuestionamiento, puesto que una vez se accede al poder por la vía democrática, inmediatamente se es parte de esa élite. Y no sólo es ser parte del selecto grupo que toma decisiones, así mismo se tiene el “privilegio” de acceder a remuneraciones laborales que inmediatamente sitúan a la persona en la clase alta de nuestro desigual y pobre país, privilegio en el que sólo se situaba el 1.8% de la población en el 2021 según el DANE.
Por tanto, insisto, no deja de ser contradictorio que quienes hacen parte de la élite, gradúen como enemigo a ese grupo social al que pertenecen. Por lo anterior creo que en realidad los cuestionamientos y el enemigo común a combatir deberían ser la desigualdad de oportunidades, el cierre de brechas de pobreza multidimensional y monetaria, y la inequidad de las condiciones humanas que tenemos en nuestra sociedad.
Así pues, nuestro sistema democrático está determinado para que una minoría sea quien lidere las decisiones y soluciones para la mayoría. Por eso lo más importante para escoger a quienes nos lideren y representen estará en sus valores y principios, más que en la ideología, puesto que nadie tendrá una solución exacta y única para mejorar las condiciones de vida, pero sí nos darán la confianza para seguir creyendo en construir mejores ciudades, mejores departamentos y un mejor país sumando esfuerzos unidos entre todos.
Todas las columnas del autor en este enlace: Juan David Blanco
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