Nuestros cuerpos no son nuestros. Somos alquimistas, brujas quemadas en la hoguera. Somos Lilith, somos el demonio. Somos Eva, somos pecadoras. Somos perversas, siempre perversas, nunca poderosas. Somos putas, nunca libres. Somos seductoras, nunca inteligentes. Somos manipuladoras, nunca estrategas. Somos Primeras Damas, pocas veces Presidentas. Somos amas de la casa, no del Ministerio. Nuestros cuerpos son propiedad de todos. Nuestros cuerpos son botín de guerra. Nuestros cuerpos no son nuestros.
En Colombia al menos 140.165 mujeres han sido víctimas de violencia sexual entre enero de 2009 y septiembre de 2016.[1] Y digo “al menos” para señalar el subregistro que se presenta con estos casos. La sociedad se ha encargado de decirnos que somos culpables de las agresiones en contra de nuestra existencia material e inmaterial. Ya sea por usar minifalda, por transitar campos y ciudades en la noche, por hacerlo solas o por hacerlo en compañía de otras mujeres, sin un hombre, o sea absolutamente solas, en fin, por no ser lo suficientemente precavidas. Así las cosas ¿Cuántas se atreven a denunciar una violación cuando se es responsable de ella? La verdad sea dicha, nuestros cuerpos no son nuestros. Las victorias legales se las debemos a las valientes que rompieron el silencio, a aquellas heroínas que vencieron la vergüenza y el estigma social. A aquellas que pensaron que, quizás, lo que sucedió no fue su culpa. A aquellas afortunadas que fueron escuchadas. Y es que ¿Para qué denunciar si no te van a creer? ¿Si te van a responsabilizar? ¿Si jueces, fiscales y abogados defienden los derechos de los agresores pasando por encima de los derechos de las víctimas? El recorrido de una mujer desde su violación hasta la justicia y la reparación está lleno de obstáculos, agresiones y culpas. Es claro. Nuestros cuerpos no son nuestros y el poder que sobre ellos se ejerce tampoco lo es.
Las mujeres transitamos y existimos en un mundo diferente al de los hombres. El espacio público, posesión de ellos, expropia todo lo que sobre él se pose, incluidos nuestros cuerpos. En el ámbito de lo privado también dominan ellos. Tan solo en los primeros siete meses de este año se han reportado más de 25.000 casos de agresión a mujeres por parte de sus parejas ¿Y los hombres? ¿No son violentados? Sí. Claro que sí. En este mismo periodo 4.000 han sido agredidos por sus parejas. Definitivamente algo está pasando.[2]
La Ley 1719 de 2014, la cual pretende garantizar “[…] el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, en especial la violencia sexual con ocasión del conflicto armado […]” se quedó en el papel, porque nuestros cuerpos no son nuestros. La Fiscalía acepta falta de voluntad política a la hora de investigar delitos sexuales. Ministerios de Salud, Defensa y Educación reconocen insignificancia de sus avances en la materia. El sistema judicial revictimiza a quienes intentan buscar ayuda. A pesar de las cifras, la justicia colombiana no ve la violencia sexual como una prioridad.[3] La impunidad para estos delitos es, según último informe de la ONU, del 98%.[4]
Las mujeres somos quienes más padecemos la violencia sexual. Y no nos escuchan. No les importamos. Es ahora mismo cuando debemos decidir como sociedad de qué lado estamos, si del lado de las víctimas o del de los victimarios. La solución sería más sencilla de lo que parece: educación, compromiso y solidaridad. Cero tolerancia hacia la violencia sexual.
Somos brujas. Las mujeres, como el mito de lo inalcanzable y lo desconocido, como encargadas obligadas del cuidado y de mantener así un orden, de lo natural y la naturaleza, como indeseables poderosas, como símbolo de lo ajeno a su realidad que para ellos es la realidad somos, para los hombres abusadores y violentos, brujas. Las brujas representaron entre los siglos XV y XVIII seres que renegaron lo que estaba bien, es decir, la fe en Cristo, la Virgen, la Santísima Trinidad y los sacramentos, y defensoras de lo que estaba mal, del mal mismo, del demonio. A su vez, esta existencia maldita era relacionada con su sexualidad. Las mujeres que fueron señaladas como brujas eran juzgadas por “Erejes, apostatas, ydolatras domaticadores fautoras defensoras encubridoras homicidas sacrilegas, fornicarias nefandas sodomitas adulteras Echiçeras encantadoras blasfemas”[5] ¿Fornicarias, sodomitas y adúlteras? Volvemos a esa expropiación del cuerpo de la mujer por parte de la sociedad, una sociedad profundamente patriarcal.
Como es bien sabido, con la maldad de las brujas se acaba en la hoguera ¿Y qué más efectivo para incinerar una existencia despojada de su propio cuerpo y sexualizada por completo que extinguiendo su dignidad por medio de la profanación de su sexualidad?
Ya dejemos de enseñarles a las mujeres a no ser violadas y comencemos a enseñarles a los hombres a no violar. No es tan difícil. Es una decisión.